Andrei Biely,
Andréi Bely o Andréi Bieli en definitiva Андрей Белый,
seudónimo de Borís Nikoláyevich Bugáyev o Борис Николаевич Бугаев
Entre 1913 y 1914 Petersburgo se publicó por entregas en
Sirin, la revista con nombre de animal mitológico ruso. V. Sirin es el
pseudónimo que empleó Vladimir Nabokov para publicar sus primeros textos
durante su exilio en Berlín.
(¿Comentó alguna vez Nabokov ante sus alumnos de Cornell que
Sirin era el mejor poeta de su época en ruso, o ya estoy inventando hechos
desde la nebulosa que es mi memoria?)
Dejemos a Nabokov… o no, pues en cierta manera él
es el culpable-héroe de que rescatásemos del olvido esta magnífica novela de
Biely. Como dice Enrique Vila-Matas en su artículo sobre Petersburgo, La brecha de Petersburgo (que es lo que tendríais que estar leyendo si queréis una excelente y magistral información sobre Biely y su novela, y no esto):
Como de pasada, la había dejado caer Nabokov al nombrar por sorpresa las cuatro obras maestras de la prosa del siglo: “Son, por este orden, Ulises de Joyce, La Metamorfosis de Kafka, Petersburgo de Andrei Biely, y la primera mitad del cuento de hadas de Proust, En busca del tiempo perdido”.
Pero vayamos a una de las primeras imágenes-ideas que nos
deja la novela:
“El hombre de estado, mientras oteaba con la imaginación la niebla infinita del cubo negro del coche, de pronto comenzó a expandirse en todas las direcciones y se remontó sobre ella: habría querido que el coche avanzara veloz, que las avenidas, una tras otra, volaran a su encuentro; que toda la superficie esférica del planeta quedara ceñida, como por anillos de serpiente, por los cubos negruzcos de las casas; que toda la tierra oprimida por avenidas surcara las inmensidades en carrera cósmica lineal de acuerdo a las leyes rectilíneas; que una malla de avenidas paralelas, entrelazada con una malla de avenidas, se extendiera hacia los abismos siderales con los planos de cuadrados y cubos: a cuadrado por habitante, que…
Después de la línea, ninguna realidad le calmaba tanto como el cuadrado”
El senador Ableujov sueña con una gran avenida que circunda
el planeta como una cadena.
Es la Avenida Nevsky, claro. Una avenida que rodea
completamente el planeta constriñéndolo y creando perpendicularmente a ella una
enorme cuadrícula de edificios y calles. Como un inmenso tablero de ajedrez
esférico girando alrededor del Sol y desplazándose por los abismos siderales. Y
en cada cuadrícula una persona. Y una de esas personas lleva consigo una bomba.
¿Había leído Biely El agente secreto de Conrad? Lo que casi
podemos asegurar (de nuevo lo afirmo desde mi nebulosa imprecisa) es que leyó
Los endemoniados de Dostoievski, de la cual alguna de las tramas de Petersburgo
funciona como parodia o, quizás, como reescritura desapasionada (quiero decir
despojada de la pasión enfermiza de los personajes de Dostoievski), irónica y
crítica. Quizás eso fue una de las cosas que más apreció Nabokov de la novela
de Biely. Especulo sin ningún criterio.
¿O acaso no es esta una de las descripciones de un personaje
más anti-dostoievkianas (y en general anti-decimonónicas) jamás
escritas-leídas?:
“Era alto, de barba rubia, tenía nariz, boca, pelo, orejas y
ojos; lamentablemente, llevaba gafas azules oscuras y nadie sabía el color de
sus ojos; ni la maravillosa expresión de sus ojos”
¿O acaso este parlamento de Aleksandr Ivanovich Dudkin, no
presenta al revolucionario y terrorista como un ser un tanto indefenso e
incluso ridículo, en contraposición a las dudas nihilistas y los sentimientos
religiosos que golpean, como inherente culpa, a los personajes de Dostoievski?:
—Me mata la soledad: ya no sé ni expresarme; se me enredan las palabras.
(…)
—Me hago un lío con cada frase; en lugar de una palabra digo otra distinta. De pronto olvido como se llama el objeto más corriente; me pongo a repetir: lámpara, lámpara; hasta que de pronto se me antoja que esa palabra no existe. Y a veces no tengo a quien preguntárselo.
(…)
—Cuesta mucho vivir en el vacío torricelliano…
(…)
—Se dice que yo no soy yo, que soy “nosotros”. Perdón, ¿por qué? Pero la memoria me falla: la soledad me mata. ¡A veces hasta me enfado!
Según Briusov, en su obra Los simbolistas rusos, “El
objetivo del simbolismo es hipnotizar al lector mediante una sucesión de
imágenes colocadas una tras otra para provocar en él un cierto estado de ánimo”
y en Petersburgo la bomba, que tarde o temprano explotará y que desencadenará el
frenesí lector de los últimos capítulos de la novela, es el principal símbolo
motor de la urgencia narrativa que nos dominará. Quiero creer que Hitchcock
había leído Petersburgo y que de ahí surgió su teoría cinematográfica que tan
buenos momentos nos ha dado como espectadores.
La bomba.
Tic, tac, tic, tac…
Y quiero creer también que Petersburgo funciona como símbolo
profético de lo que será la narrativa del siglo XX. Está claro que no puedo
desvelar el sentido último de lo que supone esa alegoría sin destripar el final
de la novela. Pero, sin decir mucho más, es como si Biely hubiese adivinado a
Joyce, Faulkner, Nabokov, Beckett, et al caminando por las calles de la
narrativa, portando cada uno de ellos una bomba a punto de explotar.
Pero dejando aparte esas analogías, tanto la paródica como
la simbolista profética, Petersburgo es capaz de alcanzar magníficas cotas
narrativas sin necesidad de apelar al double coding o a la ironía intertextual,
según los criterios de Eco, que posiblemente encierre. Es más, ¿a quién le
puede interesar en principio esas segundas interpretaciones del texto cuando
éste es satisfactorio en sí mismo? Porque es posible que en Petersburgo se
reinterprete a Dostoievski, es posible que la novela de Biely sea de las
primeras en inaugurar la narrativa “revolucionaria” (por seguir con el símil) Pero
eso no es nada, NADA, comparado con el placer estético, narrativo, crítico e
irónico, que proporciona su lectura.
Podemos ser críticos, podemos ser lectores analíticos,
podemos intentar relacionar unas novelas con otras, destacar lo que representan
en la historia de la narrativa y centrarlas en su contexto social. Podemos
hablar mucho y no decir nada. Porque cuando uno se encuentra ante una obra
maestra se da cuanta de la imposibilidad de poder decir nada sobre el texto que
lo trascienda. No hay nada que se pueda añadir a la obra perfecta. Así que nos
quedamos en nuestra casilla del inmenso tablero de ajedrez cósmico y simplemente
lanzamos una advertencia a los trebejos colindantes y les decimos que
Petersburgo, de Andrei Biely es la novela que todos debemos leer, que es una de
esas obras maestras imprescindibles que debemos llevar en nuestro equipaje
mientras paseamos por la avenida que circunda el planeta. Esa avenida en la que
con toda probabilidad, alguna vez Biely se cruzo con un niño llamado Vladimir
que finalmente pondría su novela, aún por escribir, en el lugar preeminente que
merece dentro de la historia de la literatura.
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