Luego la oía, avanzando orilla abajo entre la neblina. No tenían que pasar ni una, ni dos, ni tres horas; la aurora quedaba vacía, transcurría el momento y ella no estaba, y después la oía y se quedaba tumbado sobre la hierba húmeda, empapado, sereno e identificado e indivisible con la alegría, escuchándola acercarse. La olía; toda la niebla estaba llena de su olor; las mismas manos maleables de la niebla que recorrían sus costados empapados palpaban también su cuerpo nacarado, dándoles forma a los dos en algún tiempo inmediato, unidos ya. El no se movía. Seguía tumbado durante el instante en que despertaba la diminuta vida fecunda de la tierra, la inmóvil frondosidad de las hierbas cargadas de agua alzándose en la niebla delante de su cara en oscuras curvas fijas, y en cada una de sus parábolas las gotas en movimiento encerraban en diminuto aumento las rosadas miniaturas de la aurora, mientras olía e incluso saboreaba el denso, lento y cálido olor a establo y a leche, la hembra que mana desde la noche de los tiempos, escuchando el lento posarse y el ruido de succión de cada deliberada pezuña hendida extendiendo barro, invisible todavía en la niebla, sonora ya con el coro de voces que celebraba su himeneo.
Luego la veía; los brillantes cuernos impalpables de la mañana, del sol, se llevaban la niebla y la descubrían, firme sobre las cuatro patas, rubia, nacarada por el rocío, en la corriente dividida del vado, resoplando en el agua con el aliento denso, cálido, pesado, cargado de leche; y tumbado sobre la hierba empapada, los ojos cegados ahora por el sol, ondulaba el cuerpo débilmente de muslo a muslo, dejando escapar unos suaves gemidos, roncos y apagados, por no poder unirse con ella ni por la mañana ni por la tarde ni por la noche.
El villorrio, William Faulkner (Trad. J. L. López Muñoz)
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