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1/4/22

Nadie lo pidió (4)

El ilustre cojo de ambos pies puso luego una danza como la que Dédalo concertó en la vasta Cnoso en obsequio de Ariadna, la de lindas trenzas. Mancebos y doncellas hermosas, cogidos de las manos, se divertían bailando: éstas llevaban vestidos de sutil lino y bonitas guirnaldas, y aquéllos, túnicas bien tejidas y algo lustrosas, como frotadas con aceite, y sables de oro suspendidos de argénteos tahalíes. Unas veces, moviendo los diestros pies, daban vueltas á la redonda con la misma facilidad con que el alfarero aplica su mano al torno y lo prueba para ver si corre, y en otras ocasiones se colocaban por hileras y bailaban separadamente. Gentío inmenso rodeaba el baile y se holgaba en contemplarlo. Un divino aedo cantaba, acompañándose con la cítara; y en cuanto se oía el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre”.

Ilíada, canto XVIII (de la traducción de Luis Segalá y Estalella que he encontrado en la red en la que los dioses griegos aparecen en su equivalente latino) describe una parte del escudo que Hefesto construyó para Aquiles.


Un elemento de la formación del mito del Laberinto puede haber sido que el palacio de Cnosos —la casa del labrys o hacha doble— era un complejo de habitaciones y corredores, y que los invasores atenienses tuvieron dificultad para encontrar y matar al rey cuando lo tomaron. Pero esto no es todo. Un espacio abierto delante del palacio estaba ocupado por una pista de baile con un dibujo laberíntico que servía para guiar a los que bailaban una danza de la primavera erótica. El origen de ese dibujo, llamado también laberinto, parece haber sido el laberinto tradicional de matorrales que se utilizaba para atraer a las perdices hacia uno de sus machos, enjaulado en la cerca central, con reclamos de alimento, reclamos amorosos y desafíos; y los bailarines imitarían la danza de amor extática y renqueante de las perdices machos, cuyo destino era que el cazador les golpease en la cabeza.

Robert Graves, Los mitos griegos. Trad. Luis Echávarri.


Según James Frazer, según Robert Graves, por mencionar a los más famosos, el relato mitológico sería una especie de reinterpretación de cierta iconografía perdurable, en vasijas, muros, para adaptar ciertas escenas a la conveniencia de las nuevas, patrilineales, tribus dominantes sobre las creencias, matrilineales, de los conquistados. El mito, su relato, no es más que una forma de patraña propagandística. El de Teseo en particular es de los más incoherentes. Que el “Laberinto” fuera en su origen una especie de baile orgiástico que simula una trampa para cazar perdices lo dice todo.


Aun así...

 

 



Ya vimos como Thomas Mann insertaba en un marco histórico, y de alguna manera racional, el mito bíblico de José y sus hermanos, relato que intentaba justificar la división en tribus de los descendientes de Abraham y la existencia de asentamientos hebreos en la zona del delta del Nilo. Que la teoría sea más o menos acertada no tiene nada que ver con la belleza de la tetralogía de Mann y su excelencia literaria.


Pero pongámonos en el caso contrario. Supongamos no la reescritura de un relato mitológico sino un texto moderno que fije las bases de un mito anterior. Así el Ulises de Joyce. Así Oreo de Fran Ross.

No hablaremos de Joyce... hoy.

En Oreo, Fran Ross toma como base el relato mítico de Teseo. Pero imaginemos que es al contrario, que el relato mítico de Teseo se escribe basándose en la novela de Ross. Publicada en 1978 Oreo parece muchísimo más contemporánea que la mayoría de la narrativa que se publica hoy en día (anclada en el siglo XIX, con lectores más decimonónicos que sus autores, si eso es posible). Se podría decir que Oreo es una novela atemporal (por su contundente modernidad) y por tanto, fuera del tiempo, se podría especular sobre la influencia que tuvo sobre los constructores del mito de Teseo. Así el laberinto sería el metro de Mannhatan y el abandono de Ariadna, uno de los episodios más vergonzosos relacionados con Teseo, una isleta para peatones en medio de una calle de New York. (Nota: De aquí podríamos sacar un tema para otra novela que relacionase a Dioniso con el tráfico en una gran ciudad)

Libérrima en su concepción, Oreo se ríe del relato mítico y de todos sus episodios. Teseo, por la incoherencia de su relato, su concepción como un trasunto fallido de Heracles y, en general, como una construcción de conveniencia realizada con torpeza por conquistadores un tanto obtusos y obsesionados con eliminar las tradiciones matrilineales, es un héroe fallido. Recordemos que Teseo fue rey de Atenas, ciudad protegida por Atenea por encima de Poseidón, presunto padre de Teseo. Resulta pues un torpe intento político para justificar el dominio patriarcal sobre los antiguos asentamientos matriarcales cuyos cultos pervivían. Teseo y sus actos son propaganda.

Oreo, Christine Schwartz, sin embargo y a pesar de todos los inconvenientes sociales y religiosos, es una auténtica y genuina heroína de nuestros tiempos. Su odisea en busca de su padre excede y supera la de Teseo, devolviendo al lado femenino lo genuino del mito, demostrando la insulsez y lo engañoso del relato clásico y, lo que quizás sea más importante para este lugar y aunque nadie lo pidió, construido con belleza, coherencia y modernidad narrativa.

 

15/2/22

Nadie lo pidió (3)

No hablamos de Tiempo, sino de cronología.

En octubre de 1897 Thomas Mann empezó a escribir Los Buddenbrock, que se publicó en 1901 cuando tenía 26 años. Es decir, desde los 23 a los 25 años, Mann se volcó en la redacción de una obra monumental, más de 600 páginas, en las que efectuaba una especie de paralelismo entre la familia de ficción y la suya propia, inspirado en sus lecturas de Tolstoï, Bourget, Fontane, Balzac y Zola.

Insisto: Tenía 23 años cuando empezó.

(Y aquí una cosa curiosa, por la fuerza del personaje quizás Los Buddenbrock debería haberse titulado Tony Buddenbrock)

En 1912, el mismo año en que publicó La muerte en Venecia, empezó a escribir La montaña mágica, pensada inicialmente como una historia corta que finalmente se convirtió en lo que es, una novela inmensa que desafía al tiempo y a la época en la que se suscribe, tras doce años de redacción.

En 1926 empezó la redacción de la tetralogía de José y sus hermanos. El último volumen lo publicó en 1943. Alemania, Suiza, Estados Unidos.

Durante toda esa época convulsa que comprende la retirada de la nacionalidad alemana por parte del gobierno nazi, la expropiación de sus propiedades en Alemania y el exilio en Suiza y Estados Unidos, Mann, entre otros textos, se dedicó minuciosamente a la elaboración de otra de sus monumentales obras, más de dos mil páginas, que trata sobre un mínimo fragmento, unos 25 capítulos, del Génesis de La Biblia.

¿Por qué?

(Quizás esa es la pregunta que no debemos hacer nunca ante una obra literaria, porque incluye la propia respuesta, pero no podemos dejar de maravillarnos ante el enorme esfuerzo, el magnífico trabajo que implican unas novelas como estas)

Mann consideraba la tetralogía como su gran obra. Y no es para menos.

Toma la historia bíblica de Jacob y sus hijos, José y sus hermanos, y la ubica cronológicamente en un periodo preciso, el siglo XIV a.C., para que coincida con el reinado de Akenaton en Egipto y su intento fallido de imponer un sistema religioso monoteísta a orillas del Nilo.

Toda la obra es un intento de poner en contexto histórico-social los mitos hebreos, explicarlos de alguna manera hasta llegar a Jacob, que se convierte así en “personaje histórico”, mientras que Abraham, abuelo de Jacob, conserva su estatus mítico siendo presentado, en un intento de mantener la lógica histórica, como una sucesión de abrahams que se remontan a la Edad de Bronce. En cierta manera supone una explicación de la deriva hacia el monoteísmo que acabará fundando el judaísmo. Todo ello haciendo referencia a múltiples fuentes de origen distinto. Digamos que La Biblia propone la historia, los estudios sociales, psicológicos y religiosos el contexto y la Historia el marco.

¿Por qué, señor Mann? ¿por qué tanto esfuerzo y dedicación, tanto estudio y tanta erudición?

Pues el propio Mann lo desvela en la propia novela con exordios al mismo lector.

(Y tal vez debiéramos recurrir a Nabokov para encontrar una respuesta sencilla: Por el placer de contarlo)

¿Por qué? Porque sí. Porque para Mann fue un placer escribirlo durante las peores etapas de su vida. Porque para el lector es un inconmensurable placer leer esta extraordinaria novela.

A fin de cuentas esto es lo que supone la verdadera literatura: Sacrificar tu vida, el tiempo de tu vida, en crear.

No creo que Mann fuese consciente de ese sacrificio, porque si bien consagró su tiempo de vida en construir mundos fascinantes y magníficos, el mismo Tiempo le devuelve ese sacrificio en una prórroga (que algunos considerarán cercana a la inmortalidad, pero no soy tan optimista) que le convierte en Mito.

(Nadie lo pidió, pero he leído a muchos escritores que reniegan de los Mitos Literarios, satisfechos en su arrogante mediocridad)

2/2/22

Nadie lo pidió (2)

 Ya comenté en una ocasión que Anna Karenina debería haberse titulado Konstantin Levin, pues es este personaje, trasunto del propio Tolstoi, imaginamos, quien lleva el peso “moral” de la novela, mientras que Karenina es la víctima romántica de la hipocresía social de la aristocracia rusa, de la que huye Levin.

La revelación que finalmente tiene el personaje sobre cómo debe ser el estar del hombre en el mundo se la proporciona un campesino durante la cosecha. Lo primero que hace después de su epifanía es despreciar con vehemencia al carretero que le acompaña. Si bien su carácter desabrido adquirido por la educación no va dirigido únicamente a los inferiores sociales, sí que es sintomático la imposibilidad de tratarlos como a iguales. 

 

(Puede que no tenga memoria pero todavía tengo los libros a mano)

Es, señor cónsul... — articuló Corl Smolt— . Es … ¡qué ha sonado la hora! ¡Esto no tiene nada de complicado! ¡Hacemos la revolución!
¿Pero qué tonterías son esas, Smolt? (…) El que tenga dos dedos de conocimiento hará bien en irse enseguida a su casa dejando de meterse en revoluciones y de alterar el orden..

 

Así es, según Mann, en Los Buddenbrook, traducción de Francisco Payarols, como el cónsul Johann Buddenbrook, acaba con la Revolución alemana de 1948. Aunque una piedra pone el contrapunto trágico a la escena.

(Mi ejemplar de Los Buddenbrook se desmorona. Hay que esforzarse para mantener sus páginas en su sitio. Cualquier desliz alteraría el orden. Mi memoria es un libro viejo que aguanta de forma precaria. El tiempo es responsable de que todo se deshaga entre las manos, como si todo estuviese caducando, como si todo, como en una historia de Dick (Philip K.), perteneciese a un pasado (un tiempo) que ya no nos pertenece. Tenía un ejemplar de El Proceso (Franz K.) del que caía arena cada vez que lo abría. Eran, con total seguridad, todas las páginas que K. No llegó a escribir para concluir la historia).

Yo quería hablar del tiempo. De Thomas Mann y el tiempo. Ya había hablado de eso en Ada o el ardor y el tiempo. También quería hablar de Nabokov y el tiempo, aunque menos:

... la única cosa que permite entrever el sentido del tiempo es el ritmo. No los latidos recurrentes del Tiempo, sino el vacío que separa dos de esos latidos, el hueco gris entre las notas negras”.

Pero en ambos casos, contrapuestos y enfrentados por la gracia de Nabo(K)ov, de lo que se trata es de la percepción del tiempo. O, como titula Van Veen a su tratado, como se puede leer en Ada o el ardor, La textura del tiempo.

(Por cierto, mi novela no publicada y que ya pierdo esperanza de ver publicada se titula, en homenaje, por carencia de originalidad, La textura de la realidad)

Y eso, no quería hablar de la percepción del tiempo, sino de cronología.

Pero será otro día. Cualquier otro o ninguno. A fin de cuentas nadie lo pidió.


27/1/22

NADIE LO PIDIÓ

1
De alguna manera hace tiempo que delegué mi memoria a la nube informática. Ahora descubro en las redes, en este blog y en las notas de Goodreads, textos que escribí sobre novelas que no recuerdo haber leído. Justo antes de la pandemia dejé de escribir. La pandemia es un hito que nos ha transformado. Personalmente me ha desvinculado aún más del mundo, confirmando mis sospechas sobre la realidad y dejándome un paso más cerca del desamparo. Es como si hubiese estado fuera (de mí o de mis circunstancias) y que el retorno se hiciese lento y farragoso. Me cuesta escribir. Me cuestiono, mucho más que antes, su utilidad. Pero dejar de escribir también supone dejar desamparada a mi memoria. De qué manera voy a constatar que hay novelas que no recuerdo haber leído si no hay una anotación que me lo advierta. A este paso olvidaré también que durante 2019 escribí una novela que nadie quiere publicar, pero esa es otra historia.
Me estoy obligando a escribir.
Me obligo porque quiero recuperar mi memoria, pero todo está difuminado.
Vuelvo con insistencia a los clásicos y los releo como si fuesen novelas que jamás hubiese visitado.
Luego los vuelvo a olvidar.
Sin embargo en ocasiones tengo destellos del pasado como si algunos detalles se hubiesen aferrado a alguna sinapsis y fuesen indelebles. Por ejemplo recuerdo la indignación que me produjo cierta escena de Los Buddenbrock de Thomas Mann. No recuerdo casi nada más de la novela, si acaso lo abrumador que me parecía la descripción de los muebles de la mansión. Mi memoria es un puré espeso compuesto de retazos inconexos y que jamás deberían haberse cocinado juntos. Del fragmento recuerdo más que nada la indignación que me produjo: Los trabajadores se ponen en huelga y el director Buddenbrock tiene una reacción paternalista y abrumadoramente capitalista que los empleados acatan con sumisión. Más de veinticinco años después de su lectura, sin recordar los detalles del texto, pienso que tal vez Mann estuviese emulando a Tolstoi. Mi relación con la novela decimonónica es contradictoria. Al tiempo que entiendo que es muy clasista, es narrativa escrita desde las clases altas para las clases altas, me resulta muy atractiva. Nadie puede imaginar a un mujik leyendo Guerra y paz el año en que fue publicada. Por eso en las novelas de Tolstoi las clases bajas son prácticamente invisibles. En Guerra y paz se detiene en un mujik especilamente violento y vicioso que acompaña a la pandilla de Pierre, en el sumiso y tópico sirviente de los Rostov, y en algunos campesinos de la finca de los Bolkonski. El resto es burguesía con problemas burgueses relatados de manera burguesa. Es cierto que hay mucho más en Guerra y paz, mucho más. Pero, de ahí mi conflicto con la literatura del diecinueve, ignora, ningunea, invisibiliza a la mayor parte de la sociedad. Para que esas tramas se desarrollen es necesario que un inconmensurable ejercito silencioso de almas muertas las sustenten. Por eso pienso, ahora, en retrospectiva, descendiendo una escalera de más de un cuarto de siglo, que Mann no pretendía ser clasista, ni reaccionario. Mann es un escritor del siglo XX. Puede parecer un anacronismo, un escritor decimonónico fuera de época. En realidad es un sutil analista de épocas que no vivió. Y lo hace principalmente a través de textos, históricos o ficcionales, que le sirven para recrear mundos que no vivió.
Pero si los leyó los vivió.
Seguiré con Mann, aunque nadie lo pidió.

(Reflexión final: si no recuerdo lo que he leído quiere decir que estoy olvidando mi vida)