No hablamos de Tiempo, sino de cronología.
En octubre de 1897 Thomas Mann empezó a escribir Los Buddenbrock, que se publicó en 1901 cuando tenía 26 años. Es decir, desde los 23 a los 25 años, Mann se volcó en la redacción de una obra monumental, más de 600 páginas, en las que efectuaba una especie de paralelismo entre la familia de ficción y la suya propia, inspirado en sus lecturas de Tolstoï, Bourget, Fontane, Balzac y Zola.
Insisto: Tenía 23 años cuando empezó.
(Y aquí una cosa curiosa, por la fuerza del personaje quizás Los Buddenbrock debería haberse titulado Tony Buddenbrock)
En 1912, el mismo año en que publicó La muerte en Venecia, empezó a escribir La montaña mágica, pensada inicialmente como una historia corta que finalmente se convirtió en lo que es, una novela inmensa que desafía al tiempo y a la época en la que se suscribe, tras doce años de redacción.
En 1926 empezó la redacción de la tetralogía de José y sus hermanos. El último volumen lo publicó en 1943. Alemania, Suiza, Estados Unidos.
Durante toda esa época convulsa que comprende la retirada de la nacionalidad alemana por parte del gobierno nazi, la expropiación de sus propiedades en Alemania y el exilio en Suiza y Estados Unidos, Mann, entre otros textos, se dedicó minuciosamente a la elaboración de otra de sus monumentales obras, más de dos mil páginas, que trata sobre un mínimo fragmento, unos 25 capítulos, del Génesis de La Biblia.
¿Por qué?
(Quizás esa es la pregunta que no debemos hacer nunca ante una obra literaria, porque incluye la propia respuesta, pero no podemos dejar de maravillarnos ante el enorme esfuerzo, el magnífico trabajo que implican unas novelas como estas)
Mann consideraba la tetralogía como su gran obra. Y no es para menos.
Toma la historia bíblica de Jacob y sus hijos, José y sus hermanos, y la ubica cronológicamente en un periodo preciso, el siglo XIV a.C., para que coincida con el reinado de Akenaton en Egipto y su intento fallido de imponer un sistema religioso monoteísta a orillas del Nilo.
Toda la obra es un intento de poner en contexto histórico-social los mitos hebreos, explicarlos de alguna manera hasta llegar a Jacob, que se convierte así en “personaje histórico”, mientras que Abraham, abuelo de Jacob, conserva su estatus mítico siendo presentado, en un intento de mantener la lógica histórica, como una sucesión de abrahams que se remontan a la Edad de Bronce. En cierta manera supone una explicación de la deriva hacia el monoteísmo que acabará fundando el judaísmo. Todo ello haciendo referencia a múltiples fuentes de origen distinto. Digamos que La Biblia propone la historia, los estudios sociales, psicológicos y religiosos el contexto y la Historia el marco.
¿Por qué, señor Mann? ¿por qué tanto esfuerzo y dedicación, tanto estudio y tanta erudición?
Pues el propio Mann lo desvela en la propia novela con exordios al mismo lector.
(Y tal vez debiéramos recurrir a Nabokov para encontrar una respuesta sencilla: Por el placer de contarlo)
¿Por qué? Porque sí. Porque para Mann fue un placer escribirlo durante las peores etapas de su vida. Porque para el lector es un inconmensurable placer leer esta extraordinaria novela.
A fin de cuentas esto es lo que supone la verdadera literatura: Sacrificar tu vida, el tiempo de tu vida, en crear.
No creo que Mann fuese consciente de ese sacrificio, porque si bien consagró su tiempo de vida en construir mundos fascinantes y magníficos, el mismo Tiempo le devuelve ese sacrificio en una prórroga (que algunos considerarán cercana a la inmortalidad, pero no soy tan optimista) que le convierte en Mito.
(Nadie lo pidió, pero he leído a muchos escritores que reniegan de los Mitos Literarios, satisfechos en su arrogante mediocridad)
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