17/9/18

La corte de los milagros, de Ramón del Valle-Inclán

Comenta José Manuel García de la Torre en sus notas introductorias a La corte de los milagros de Valle-Inclán, en la Colección Austral, que la primera edición de la novela constaba de nueve libros, en lugar de los diez que componen la definitiva. De esa manera, argumenta, era más palpable la simetría argumental que el autor desarrolla en la obra.
Así cada libro tiene su reflejo en otro de manera especular según el siguiente esquema: I -IX, II -VIII, III -VI, IV- VI, quedando el libro V como centro de lo que García de la Torre denomina “espiral”.
Yo antes que espiral, denominaría a la estructura escalonar:


                                     IX
  |II                         VIII|
      |III              VII|
           |IV    VI|
                |V|

Así cada uno de los peldaños-libros nos iría haciendo descender en los distintos estratos sociales, empezando desde el Palacio Real y los Ministerios, pasando por las mansiones de los (mal llamados) Grandes de España, su servidumbre, la vida nocturna madrileña y acabando en el entorno rural, donde cohabitan casi sin distinción campesinos y bandoleros.
En este sentido, el Libro V al que hace referencia García de la Torre, que corresponde con el VI de nuestra edición, denominado La soguilla de Caronte, constituye, sea cual sea el caso, en el centro estructural de la novela. Y también emocional, llegado el caso.

Pongamos en contexto el suceso. Narváez agoniza. El Marqués de Torre-Mellada intriga intentando mantener sus privilegios y conseguirlos para sus allegados, su hijo, en una juerga desenfrenada, participa en el asesinato de un guardia. La familia huye a la propiedad que tiene en el campo, en Andalucía, hasta que se olvide el escándalo. Allí el capataz está involucrado en el secuestro del hijo de un propietario de finca por el que los bandoleros piden un rescate desmesurado al tiempo que su mujer agoniza y muere. Una riada desbarata el secuestro e impide también el entierro de la mujer.

Fuera de la estación esperaba el coche. Cascabeleaban las cuatro mulillas del tiro, cubiertas de borlones, primorosas y parejas: Ocupaba el pescante y tenía las riendas un viejo de centeno quemado, duro, ojiverde, las sienes con brillos de acero. El Marqués celebró el atalaje:
Muy bien, Blasillo. ¡Muy bien!
El señor Blasillo de Juanes era un antiguo cachicán, que también terciaba de picador y de cochero. La Marquesa le interrogó con amable indiferencia de gran dama:
¿Cómo anda su gente, tío Juanes?
Pues todos tan guapos, incluso la mujer, que la dejo sacramentada.
Se alarmó el Marqués.
¡Hombre! ¿Por qué la has dejado?
Pues a no ser por la obligación de recibir a sus vuecencias, no la habría dejado. Bien que me lo derrogaba la infeliz, porque está de un momento para otro.
Rezongó Toñete, que acomodaba en el coche un lío de mantas:
¡Mala pata! Entrar en la casa, y estar la muerte dentro.
Se volvió el palatino, con su clásica vuelta refitolera:
¡Tú siempre buscándome preocupaciones! ¡Ya podías callarte!
Dengueó la Marquesa:
¡Pues no es nada agradable!
Murmuró Feliche:
¿Pero está desahuciada?
Respondió el viejo, dando un suspiro:
Así parece. ¡Suerte que los hijos están ya criados!
La Marquesa Carolina, recogiéndose con un tiritón bajo su abrigo de pieles, interrogó:
¿Usted sabe si la enfermedad es de contagio?
¡Un propio contagio!
¿Has oído, Jerónimo? Pero esos muchachos, ¿cómo no nos han puesto un telegrama? Hubiéramos suspendido el viaje.
Preguntó Feliche, serena y pausada:
¿Qué padece?
¡Contagio! Pero nosotros, como no sabemos más, le decimos zaratán maligno. Otros nombran cáncer. ¡Propio contagio de la sangre!
Se avivó la Marquesa:
¿Pero es un cáncer?
Eso han dicho los médicos que la vieron hizo un año este San Martín.
La Marquesa Carolina murmuró al oído de Feliche:
¡Hija, qué susto me ha dado este buen hombre!
Hablaban en el fondo del coche. El Marqués, en el pescante, requería las riendas para guiar. Alargó la cabeza buscando con los ojos a Toñete.
¡Los caballos! Recomiéndale mucho cuidado a Pepe. ¡Que los amante!
¡Buena la trae Pepe!
El Marqués dobló la cabeza con un suspiro y restalló la fusta. Las cuatro mulillas arrancaron, llenando la mañana de cascabeles.
(...)
El Marqués frenaba las mulillas. El cachicán saltaba del pescante. El cortejo labriego rodeaba el coche, con resplandor de frentes tostadas y añejas prosas castellanas. Entre el cortejo labriego, era la sombra trenqueleante y caduca de una mujer adolecida, que se doblaba sobre un palo: Tras ella, la hija, moza lozana, abría el garbo de los brazos, atenta a sostenerla, con bermejo reír de manzana. La sombra trenqueleante, apretando la boca sin dientes, afirmaba en la estaquilla el pergamino de la mano. La Marquesa cerraba los ojos con espeluzno de miedo y repugnancia. Murmuró el viejo cachicán:
¿Por qué dejaste el jergón? Los amos te lo tenían dispensado.
¡Dios se lo recompense!
Saltó la hija, con mentida labia:
No está tan para irse, que aún rompe unas mangas. ¿Verdad, mi madre?
Se volvió arisca la vieja, temblándole la barbilla:
¡Las romperán los gusanos!
Cortó la Marquesa:
¿Los señoritos aún duermen?
Explicó la mozuela, con su bermejo reír:
Los señoritos desde ayer están de caza. ¡Hay muchos guarros, un sinfín!… Veremos los que matan.
La Marquesa, pintando un rubio desmayo, caminaba asida al brazo de Feliche.
¡Al menos han tenido la gentileza de alejarse y dejarnos solas!
¡Si ha sido como supones!…
(...)
La vieja cachicana, trenqueando sobre la estaquilla, tornábase a su jergón, y guardándola, con los brazos abiertos, a la vera, iba la mozuela del bermejo reír. Rezongaba la vieja, erizando los lunares de la barbilla:
¡Cutres! No han sido para darme un chulí.


En el siguiente capítulo, la mujer que ha salido a recibir a los Marqueses, muere.
Lo interesante de este fragmento es no tanto la diferencia social, sino la afinidad moral entre los personajes. Bien es cierto que la moribunda se levanta para recibir a los “amos”, pero también que lo hace por interés. Y no menos patente es el absoluto desprecio con el que es, no diremos tratada sino ignorada. De esa mujer al borde de la muerte lo único que interesa a las “señoras” es la posibilidad de contagio. Tras la muerte de la mujer no hay pésame ni palabras de consuelo para el marido (que por cierto ya anda liado con la molinera y estudia la forma de librarse del molinero), las únicas palabras que, por persona interpuesta del servicio, intercambian con la familia de la difunta es instarles con urgencia a que entierren el cadáver. Una riada impide llevarla al lugar del entierro. Finalmente optan por llevarla a otra parroquia donde hay una posibilidad de atravesar la crecida del río. La llevan hasta la orilla y desde la otra parte lanzan una cuerda. Atan el cadáver que así es arrastrado desde la otra ribera.

Los jayanes que acompañaban a la difunta, halaron de la piola hasta tocar el amarre de una soga fuerte. Gritó el sacristán con la dignidad de un maestro de ceremonias:
¡La gereta por los calcaños!
Ya habían sacado a la difunta del ataúd, y estaban apretándole el lazo de la reata en la canillas de cera:
¡Harto se sabe!… ¡Jalaaa!…
Renovóse el planto de las mujerucas. En la otra orilla, el preste entonaba su latino responso y sacudía el hisopo sobre las aguas del río:
¡Jalaaa!…
El cuerpo de la vieja zozobraba en el curso de la corriente. El sacristán, asistido de algunos mozos, recogía la soga en la ribera. Cantaba el preste. Las remotas campanas daban su doble y abrían en el atardecido círculos de sombra sonora. Los zapatos de la difunta navegaban río abajo, haciendo agua. La mellada luna, en el fondo de la corriente, guiñaba el ojo. Sólo salían fuera del agua las manos de cera:
¡Jalaaa!… ¡Jalaaa!…



Esta escena tan descarnada es, evidentemente, el centro de la narración.

A partir de este punto la narración se refleja en los capítulos precedentes como habíamos visto en principio. Para explicarlo gráficamente había propuesto la imagen de la escalera que desciende y asciende. Pero en realidad la imagen que representaría la estructura de la narración es la siguiente:

I
  |II
     |III
          |IV
               |V
                  |VI
                       |VII
                             |VIII
                                     |IX


Porque lo que nos propone Valle-Inclán es un descenso a la miseria moral de la sociedad española. A partir de La soguilla de Caronte no podemos leer con los mismos sentimientos los capítulos que se corresponden con los ya leídos. Algo, en cierta manera, se ha roto en nuestra percepción de la narración a la que ya no podemos ofrecer el consuelo de la benevolencia histórica. No se trata de que podamos apelar al sentido de la época y los tiempos. Lo que nos está descubriendo-describiendo Valle-Inclán es la maldad, o la mediocridad moral, del ser humano, de todos los seres humanos en todas las épocas. Es, en el sentido esperpéntico, un espejo en el que nos reflejamos deformados al tiempo que nítidamente descritos.
El entierro de la vieja se contrapone con el último capítulo de la novela en la que se describe el entierro de Narváez.
La última frase de la novela es contundente en este sentido:

El cortejo bajaba hacia la Estación de Atocha. Aromaban las primeras lilas y eran plenas de misterio floral las arboledas del Jardín Botánico. En el andén, elocuentes voces del moderantismo tejieron la rocalla de fúnebres loores, y tras el último pucherete retórico, renovóse el flato de añejas conjuras que tenían por patrono al Rey Consorte.

La pompa y el boato de un entierro de estado queda reducido a una serie de “pucheretes retóricos” que no impiden continuar con las conjuras de salón. El cruce del cadáver de la mujer hundido en las aguas es para el marido un mero trámite que no le impide seguir con sus intrigas con la molinera. El asesinato de un guardia no impide que el hijo del Marqués recapacite y abandone su vida de crápula. Y cuando por fin nos encontramos con un personaje que parece más o menos íntegro, Valle-Inclán nos aleja de él dejándolo casi en un abrazo adúltero con la Marquesa.

Entre toda la multitud de personajes que pueblan la novela parecería que destacase, por su falta de implicación en la corriente de corruptela generalizada, el Marqués de Bradomín. Pero no olvidemos que este personaje recurrente de Valle-Inclán, seductor irredento, está al acecho de una nueva presa femenina.
No hay nadie que se salve en El ruedo ibérico.

P.S. 1
Escribí en Goodreads:
Obra maestra. En todos los sentidos: lenguaje, estructura, técnica, propósito histórico-social, protagonismo coral. Representa la vanguardia literaria y es una absoluta obra moderna que parece que todo el mundo ha olvidado.

P.S. 2
Escribí en twitter:
¿Leyó Faulkner a Valle-Inclán?
Ferrán Genis me comentó que su profesor de Literatura había insinuado algo al respecto.
Parece poco probable, pero digamos que el germen de Mientras agonizo puede encontrarse en las páginas de La corte de los milagros. Un entierro imposible de llevar a cabo a causa de una riada, un cadáver en descomposición, unos hijos pintorescos y poco centrados en el duelo, un viudo que ya tiene repuesto para su pérdida... son varias las coincidencias, pero la verdad es que nada tienen en común. Si es verdad que la novela de Valle-Inclán se anticipa a la fragmentación como base narrativa y que tiene mucho de teatro novelado, así que se podría argumentar en ese sentido si quisiéramos buscar similitudes. Pero la novela de Valle-Inclán va mucho más allá, quiere abarcar toda una sociedad, quiere trascender de lo local a lo universal, quiere... vaya... ¿Yoknapatawpha es España?

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