Por eso trabajaba tan laboriosa y tediosa e infatigablemente en todo lo que escribió. Era como si se dijese a si mismo: «Esto al menos será, debe ser, tiene que ser invulnerable». Era como sí ni siquiera escribiese a partir de la devoradora insomne implacable sed de gloria por la que cualquier artista normal hubiese destruido a su anciana madre, sino por lo que para él era más importante y urgente: ni siquiera por la mera verdad, sino por la pureza, por la exactitud de la pureza. Suyas no eran ni la intensidad ni el ritmo de Melville, que fue su abuelo, ni el entusiasta humor por la vida de Twain, que fue su padre; él no tenia nada de la torpe indiferencia respecto a los matices de su hermano mayor, Dreiser. Suyo era ese vacilar en pos de la exactitud, de la palabra y de la frase exactas dentro del limitado rango de un vocabulario controlado e incluso reprimido por lo que en él era casi un fetiche de simplicidad, ordeñarlas hasta dejarlas secas, buscar siempre penetrar hasta el último confín del pensamiento. Trabajó tan duro en esto que finalmente llegó a ser simplemente estilo, un fin en lugar de un medio; de modo que pronto llegó a creer que, con tal de que mantuviese el estilo puro e intacto e invariado e inviolado, lo que el estilo contenía tendría que ser de primera clase: inevitablemente sería de primera clase, y por lo tanto él mismo también.
William Faulkner; Una nota sobre Sherwood Anderson; 1953. Fuente: William Faulkner, Ensayos y discursos; Capitán Swing 2012. Traductor no consignado.
Dijo Faulkner también que cualquier cosa que estuviese haciendo (escribiendo) cualquier americano (sic) en aquella época (principios del siglo XX) “habría resultado decepcionante después de Winesburg”
Lo más impresionante de Winesburg, Ohio, el primer texto de Sherwood Anderson, publicado en 1919, es comprobar con el paso del tiempo como se constituye en el libro fundamental de TODA la narrativa estadounidense del siglo XX, específicamente en lo que se referiere al relato. Quizás la influencia resulte más evidente en los casos de Faulkner y Welty, que construyeron también una geografía narrativa para desarrollar sus historias, llegando incluso al Knockemstiff de Pollock. También debemos considerar cómo la estructura no-lineal de muchas de las historias de Winesburg, Ohio, constituye un recurso empleado por las siguientes generaciones de escritores. Pero quizás el rasgo más determinante e influyente del libro de Anderson sea la aparente sencillez de sus historias, construidas puntillosamente y con gran precisión. Como dice Faulkner “Suyo era ese vacilar en pos de la exactitud, de la palabra y de la frase exactas dentro del limitado rango de un vocabulario controlado e incluso reprimido por lo que en él era casi un fetiche de simplicidad”
A todo ello hay que sumarle la sutil ironía que impregna toda la obra, tanto en lo que respecta a la vida rural, como al oficio de escritor, rasgo éste por el que podríamos decir, por lo que respecta al prólogo que da el subtítulo al texto, El libro de los grotescos, metanarrativo avant-la-lettre:
El escritor trabajaba en su escritorio durante una hora. Acabó por escribir un libro que llamó El libro de los grotescos. Nunca fue publicado, pero lo vi en cierta ocasión y produjo en mi mente una impresión indeleble. El libro tenía una idea central que es muy extraña y me ha quedado grabada para siempre. Gracias a recordarla he podido entender a mucha gente y muchas cosas que no había podido entender anteriormente. (…) Que en el principio, cuando el mundo era joven, había muchas ideas pero nada que fuera una verdad. El hombre se hacia sus verdades y cada verdad era un compuesto de muchas ideas vagas. En todas partes del mundo hubo verdades y todas ellas eran hermosas.
La simplicidad y la precisión de Anderson sientan las bases de la relatística estadounidense del siglo XX. A nosotros quizás nos cuesta aceptar la importancia literaria del relato. Tenemos una pacata visión mercantil de todo aquello relacionado con la literatura que nos lleva a denostar el relato y considerarlo una suerte de género menor. No le damos al relato la importancia que merece. Quizás, y me refiero al ámbito español ya que la tradición latinoamericana es más amplia, identificamos peyorativamente relato con cuento y a éste le aplicamos las primeras acepciones que recoge la RAE
Cuento:
(Del lat. compŭtus, cuenta).
1. m. Relato, generalmente indiscreto, de un suceso.
2. m. Relación, de palabra o por escrito, de un suceso falso o de pura invención.
La tercera acepción hace mención a la narración breve de ficción, el resto sigue atribuyéndole a “cuento” similitudes con la falsedad, el engaño o el chisme. Parece ser que carecer de un concepto como el de short story (A short story is a brief work of literature, usually written in narrative prose) nos predispone a menospreciar el relato como género literario.
(Quiero creer que el auge de la fragmentación en los escritores contemporáneos tiene que ver con la voluntad de enmascarar el relato dentro de un conjunto más o menos coherente que haga que el libro se pueda vender como “novela”. Es importante lo de vender. El problema con el relato en nuestro país tiene tanto que ver con la predisposición de los lectores como con intereses mercantiles)
Sin embargo en Estados Unidos la importancia del relato como género es innegable, gracias a lo cual grandes obras breves, verdadera obras maestras, han visto la luz. Y dentro de esta tradición hay que poner el nombre de Sherwood Anderson y de Winesburg, Ohio, en los primeros puestos.
Así pues, al caer la tarde, llegaban amigos del joven Enoch. No había en ellos nada particularmente destacable, salvo el hecho de que eran artistas de esos que hablan. En el curso de la toda la historia conocida de la humanidad se han reunido en habitaciones y han hablado. Hablan de arte y lo hacen con una vehemencia apasionada, casi febril. Piensan que importa mucho más de lo que realmente importa.
Los libros, mal imaginados y mal escritos, aunque pueden que vayan acordes con el apresuramiento de nuestro tiempo, están en todos los hogares, las revistas circulan a millones de ejemplares, los periódicos están en todas partes. En nuestros días, un granjero junto a la estufa, en la tienda de su pueblo, tiene la mente a rebosar de palabras de otros hombres. Los periódicos y las revistas le han vaciado por entero de sí mismo. Gran parte de la vieja ignorancia brutal que también encerraba una especie de hermosa inocencia infantil, ha desaparecido para siempre. El granjero junto a la estufa es hermano del hombre de las urbes, y si se le escucha se le oye hablar tan voluble e insensatamente como el más urbano de todos los habitantes de las grandes ciudades.
Los textos de Winesburg, Ohio; El libro de los grotescos, de Sherwood Anderson, extraídos de la edición de Fontamara; traducción de Emilio Olcina.
Véase también:
4 comentarios:
Arg!
se lo regalé a alguien hace un tiempito, esperando sisarlo en cualquier momento.
El verano siempre es demasiado corto pero a ver si hay un hueco.
Besos 1000
Sísalo, sísalo... merece la pena :-)
Es mi novela (porque la considero una novela, ya que son relatos unificados y conectados entre sí gracias a que todos se adivinan escritos por el observador George Willard) preferida. Es una obra maestra del análisis humano, además regada con unos pequeños pero maravillosos detalles metaficcionales. Pocas cosas he leído tan buenas. Me has dado ganas de volvérmela a leer.
Entre los admiradores de este libro estaba Bradbury, en cuya obra también influyó (a su modo). Aquí lo contaba él mismo: http://elpezvolador.wordpress.com/2012/06/06/ray-bradbury-1920-2012/
Con este post dan ganas de leerlo. Gracias. Abrazo.
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