29/9/07

Tu rostro mañana: 1. La maldición de la palabra

RAFAEL CONTE
Babelia, El País
Sábado 26 de octubre, 2002


No es la primera vez que en este oficio me veo sometido a la obligatoriedad de escribir sobre algo que no existe del todo. Ejemplos sobran en la historia donde las obras se multiplican (Proust), dividen (Borges), interrumpen (Faulkner), cortan (Musil) o recortan (Gide), se siguen (Balzac) y se persiguen (Cervantes), y al final nunca sabremos si lo editado es lo que su autor había previsto. De todas formas, los modos y maneras de su publicación no deben influir ni en su entidad ni en su estimación. Adoro abordar la lectura y el estudio de una obra in medias res por dos razones: por un lado carga la lectura de suspense, lo que la enriquece; por otro me devuelve a la extraña sensación de atravesar límites que superan los de una obra concreta, como si la obra de arte verdadera tendiera siempre -cuando es buena- hacia lo ilimitado. En todo caso, cuando Javier Marías nos propone esta su décima novela -si conservamos como tal la tercera, El monarca del tiempo-, empezando sólo por la primera y sin fecha para la aparición de la segunda, no dejo de sentirme estimulado por la apuesta.

En esta ocasión, el plan está previsto de antemano y del rigor y minucia del escritor cabe esperarlo todo, incluso que lo cumpla. Pues no creo que Cervantes hubiera previsto el Quijote en las dos partes que al final nos legó. Sólo dos nuevos datos tras la publicación de la primera parte le empujaron a escribir la segunda, que apareció dos lustros después: la buena acogida del público y la versión apócrifa de Avellaneda para poner los puntos sobre las íes y así perfeccionarla todavía más. El caso de Proust fue al revés: tenía previsto En busca del tiempo perdido en dos volúmenes. Publicó una primera parte, luego vino la guerra, todo se detuvo durante un lustro, cambió de editorial, y siguió escribiendo mientras se reorganizaba la publicación, con lo que los tomos se fueron multiplicando para desembocar en un texto para siempre inacabado.

Pero, ¿qué han venido a hacer aquí Cervantes y Proust? Pues porque siento a estos autores muy cercanos al espíritu de Javier Marías, lo que no deja de ser de mi parte el mejor de los elogios. En el caso de Cervantes, el acercamiento de Marías es a través del de su tan cacareada anglomanía, Inglaterra fue el país que antes y mejor se acercó al Quijote, a su manera, claro está, y el autor de Corazón tan blanco tiene el suyo compartido entre su pasión por Shakespeare y la tentación de la parodia cervantina, aunque vista desde el ángulo británico, fascinado por la relación entre lo ficticio y lo real, y por ese espíritu paródico que ha estallado en sus manos con la creación del Reino de Redonda y su biblioteca. Y en el caso de Proust, más secreto al parecer -pero tan seguro como en su amigo y modelo Juan Benet-, es la ambición totalitaria ( en el buen sentido) de su prosa lo que les acerca, siendo la de Proust más deslumbrante y formalista, pero la de Marías no menos compleja y paradójica, pues también se plantea como un torrente verbal que intenta acarrearlo todo, el derecho y el revés con todas las sospechas a la espalda.

Confieso mi debilidad por Corazón tan blanco (1992) -lanzada entre nosotros por el Premio de la Crítica y por Reich-Ranicki en Alemania- pues fue en ella donde Marías empezó a desarrollar en serio las raíces de su desolación, proclamando la necesidad del secreto, de la negación y hasta de la traición para que el mundo siga siendo un lugar habitable y medio civilizado, lo siento. Aunque fuera cuatro años antes, con Todas las almas (Premio Ciudad de Barcelona), en la que narraba sus experiencias como profesor en Oxford en un hábil juego entre ficción y realidad, donde Marías había encontrado ya la más fecunda de sus inspiraciones, que a través de algunos cuentos, el hallazgo del Reino de Redonda y sus deliberadas interferencias entre lo real y lo imaginario en Negra espalda del tiempo (con la mezcla inextricable entre autor y narrador), llega hasta nuestros días, hasta esta primera mitad de Tu rostro mañana I (Fiebre y lanza), donde este juego quijotesco de ficción y realidad se reabsorbe a través de una aventura basada en el odio a (o el rechazo de) lo más necesario de todo: las palabras, esas malditas palabras que nos hacen vivir y nos destruyen a la vez.

Y así lo declara para empezar: 'No debería uno contar nunca nada, ni dar datos, ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra ni cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido'. Y tras esta obertura que es a la vez negación, lítote o contradicción de la novela misma que aquí empieza, todo se convierte en una palinodia irremediable y al revés: el Javier Marías autor da un paso más allá al proclamarse narrador y espectador de su propia historia, convertida así en una sucesión de traiciones y crímenes tanto más cruentos cuanto que no todos derramaron sangre (pues da igual) entre historias de la guerra civil -Orwell, Simone Weil, Andréu Nin- y personales de su propia familia en la posguerra (la de Marías, aquí convertido en Jacques o Jaime, o Santiago, o James, o Jacobo, hasta un inverosímil Jack, todo vale, incluso bajo el apellido Deza, separado de su país, de su esposa e hijos). No nos engañemos, no hay ni crímenes ni mentiras incruentos, todo crimen es sangriento por encima de sus resultados que no son lo que parecen, toda mentira es siempre un asesinato y toda traición o explotación derrama sangre, sudor y lágrimas también, y así convierte al mundo -Redonda manda- en la naturaleza total de la máxima traición de todas: el espionaje como metáfora total del mundo y la condena de la maldición universal de las palabras. Pues como en esta vida todo lo que une -la lengua, la patria, la religión, las ideas y hasta el amor- también separa, será el espionaje lo que más y mejor nos exprese siempre, nuestro máximo espejo y nuestro mejor resumen.

Tras esta primera parte (la fiebre) viene la segunda, en la que el testigo-protagonista-narrador, el autor en resumidas cuentas, ingresa en una especie de imaginario servicio de espionaje británico (la lanza, bastante herrumbrosa dada su indefinición total) donde parece desenvolverse como pez en el agua. Todo se desarrolla durante una conversación iniciada en una divertida y sarcástica fiesta, proseguida durante una noche y una mañana indecisas, en la que, con frecuentes incisos, analepsis y prolepsis, que vertebran la novela, entre el narrador y un viejo profesor y antiguo espía también salido intacto de Todas las almas, que le va revelando la verdad que va a conocer dentro de poco. Surgen nuevos personajes actuales entrevistos como en recuerdos o anticipaciones y episodios que nos aclaran -o se niegan- zonas de una realidad tan compacta como porosa, o que siguen inexplicados (el bailarín de enfrente, o el papel de una etérea esposa) hasta la interrupción que abre el suspense final y luego ya veremos, pues hay y siempre habrá un después que se abre fulminante y sorprendentemente cuando terminamos esta parte ante un rostro que podemos imaginar (mañana) pero que tampoco vemos de verdad. De hecho, el rostro que se nos oculta en la última frase del libro recuerda los mejores folletines decimonónicos, y yo no soy -ni juego a- profeta, pero aquí el libro, de repente, parece que ha cambiado. Y así, recuerdo con nostalgia el favor que les hizo Proust a los críticos de su tiempo al permitirles ir afinando sus propuestas, corrigiendo y corrigiéndose sin parar durante siete ocasiones diferentes, aunque nunca distintas, desde luego. Una gozada. Y que además (continuará).

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