26/11/05

Los límites de la literatura

Soy tan mal lector de Wittgenstein como lo soy de San Agustín o de Lucrecio. Me cuesta evitar que mi mente divague ante la introducción de tantos conceptos interesantes. La velocidad del pensamiento (y no hablamos de calidad de pensamiento, sólo de una de sus características, la instantaneidad; o casi) sobrepasa con creces la de lectura.
Así San Agustín, Lucrecio, Wittgenstein descansan amontonados sin haber avanzado más que unas pocas páginas.
De Wittgenstein me quedo apenas en el tercer apartado, impresionado por las posibilidades de las sentencias del filósofo:

De “3. La figura lógica de los hechos es el pensamiento.”:

La “figura” se entiende como un modelo de realidad, de forma que si nos podemos hacer una figura de un “estado de cosas” quiere decir que es pensable, y, por consiguiente, por ser pensable, posible, ya que no podemos pensar nada ilógico, por la naturaleza del pensamiento.
Una de las conclusiones, la que me incapacita como lector atento y lanza mi cabeza a otros terrenos es la siguiente:

3.032 Representar en el lenguaje algo «que contradiga la lógica» es cosa tan escasamente posible como representar en la geometría mediante sus coordenadas una figura que contradiga las leyes del espacio; o dar las coordenadas de un punto que no existe.

Ya sé que la respuesta a la duda que me planteo es la archiconocida frase de Wittgenstein que me niego a reproducir. Pero si el silencio es la respuesta, un silencio rimbaudiano, por cierto, quiere decir que la pregunta ya lleva implícita esa renuncia a la escritura, a la comunicación mediante el lenguaje.
La realidad, nuestra concepción de la realidad o, mejor, nuestra forma de razonar la realidad, limita las posibilidades de la literatura. Incluso Joyce en su Finnegan’s Wake debe restringirse al ámbito de lo real, de lo lógico, de lo pensable tanto por él como por el lector de forma que, al menos, se puedan reconocer los símbolos con los que se representa esa pretendida ilógica de los sueños, o del duermevela, del despertar atónito bajo el implacable peso de la realidad.

Proyectamos el mundo en nuestros escritos, aunque pretendamos no hacerlo.

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