19/10/05

Insularidad

En ocasiones encuentras novelas que te afectan de forma inesperada. No tiene nada que ver con su calidad literaria ni con su excelencia narrativa. De alguna manera sientes que esa novela, esa precisamente, es la que tu hubieses querido escribir. Que, en cierta forma, es tu novela, que de forma vaga y difusa ya has podido leer en tu cabeza antes de verla impresa en el papel.. Desde luego las particularidades de la obra no tienen nada que ver en esta semejanza, es algo que apela a cierta atmósfera general, a cierta estructura, a cierto tono, a cierta sensación que, finalmente, consigue entristecerte.
Es una tristeza extraña, bañada en un aura febril que te impulsa a leer y, al mismo tiempo, deseando que la novela no acabe, a frenar dicho ímpetu. Una tristeza que te hace decir en voz alta que estás desperdiciando tu vida, aunque sabes que no es así. No es exactamente así, al menos. No.
Cuando te enfrentas a una novela como lector por un lado y como frustrado autor de esa misma novela, por otro, nunca sabes como puede acabar la cosa. Te sientes vulnerable y poseído, contradictoriamente, por una irracional furia que te hace odiar al mundo. Sólo en la novela, donde eres al mismo tiempo el ficticio, potencial pretérito, emisor y el pasivo receptor, la vida tiene sentido.
Si dejas de leer sientes como la tierra rota, como se desplaza vertiginosamente por el espacio. Si dejas de leer el mundo es un inhóspito lugar plagado de enemigos a los que evitar. No hay nada inocente ni objetivo. Todo tiene el preciso empeño en atacarte, en herirte. Debes emerger de las páginas del libro con un arma en la mano dispuesto a la defensa.
Y no hay sitio donde refugiarte.
Y las páginas del libro se van desgranando, una a una, hasta la última.
¿Cómo voy a salir de él?

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