—Debe enterarse —le decía Sam Regan al nuevo miembro Barney Mayerson— que pasaremos el período de traslación escuchando y viendo el nuevo Animador de Grandes Libros de Pat... usted ya sabe, el artefacto que acaban de traer de la Tierra... Seguramente usted está más enterado que nosotros, Barney, de manera que quizá debería explicarnos en qué consiste.
Barney, obedientemente, dijo:
—Se inserta uno de los Grandes Libros, por ejemplo Moby Dick, en el receptáculo. Luego se hace girar el botón hacia «completa» o «abreviada». Después se selecciona la versión «alegre», «original» o «triste». Acto seguido se utiliza el indicador de estilo para elegir qué Gran Artista clásico se desea que ilustre el libro. Dalí, Bacon, Picasso... El animador de Grandes Libros de precio medio está equipado para proporcionar en forma de historieta los estilos de una docena de artistas famosos de nuestro sistema; debe especificarse cuáles de ellos se desea al comprar el adminículo. Y hay suplementos que pueden agregarse luego, con más estilos.
—¡Formidable! —exclamó Norm Schein, radiante de entusiasmo—. De manera que lo que se obtiene es un entretenimiento para toda una sesión, digamos la versión triste, en el estilo de Jack Wright, de La feria de vanidades, por ejemplo. ¡Demonios!
Suspirando, Fran dijo soñadoramente:
—¡Cómo debe de haber repercutido en su alma, Barney, haber vivido tan recientemente allí en la Tierra! Aún parece que persistan en usted las vibraciones.
—Vamos, eso lo hemos experimentado todos cuando nos trasladamos —dijo Norm. Sin poder contener su impaciencia, extendió la mano hacia la magra provisión de Can-D—. Empecemos. —Cogió su correspondiente porción y empezó a mascar con vigor—. El Gran Libro que voy a elegir en su versión completa y «alegre» dentro del estilo de De Chirico será... —Reflexionó un instante—. ¡Hum! Los Soliloquios de Marco Aurelio.
—¡Qué erudito! —exclamó Helen Morris con mordacidad—. Yo iba a sugerir las Confesiones de san Agustín en el estilo de Lichtenstein..., en la versión «alegre», por supuesto.
—¡Hablo en serio! Imaginaos: los edificios en ruinas, desiertos, en perspectiva surrealista, con columnas dóricas acostadas en el suelo, cabezas huecas...
Los tres estigmas de Palmer Eldrich, de Philip K. Dick, 1965.
(Debería hacer algún comentario al respecto, lo sé. Pero no sé si seré capaz. Veamos: Dick no es un escritor que destaque por sus dotes de anticipación. Tampoco es un excelente narrador: Muchas de sus historias son liadas y deslavazadas e incluso incoherentes (como si el motivo narrativo principal fuese incluido a posteriori y empujando.) Después está su recurrencia insistente por los temas religiosos, que tampoco es que concluyan demasiado, como si la teología fuera un tema que obsesionaba a Dick sin llegar a comprender del todo bien sus fundamentos. Luego, casi lo que es peor, no es que fuese un grandísimo escritor (aunque esto, tratándose de un autor al que leo traducido, no puedo juzgarlo en profundidad): No me gusta nada que la historia se desarrolle a base de diálogos entre los personajes, sobre todo cuando no hay la suficiente perspicacia como para dotar a cada uno de ellos de una voz propia. El tema de los diálogos en c-f parece ser casi obligado: Assimov, Scott Card, el propio Dick y muchos otros (muchísimos) abusan de ellos hasta el hartazgo.
¿Entonces por qué leo a Dick?
Me lía, el paranoico de él, me lía.
A pesar de su final previsible, Los tres estigmas de Palmer Eldrich me ha mantenido intrigado hasta el final. Atento a la focalización de la narración, no he sido capaz de desvelar en que momentos lo que se narraba pertenecía a la “realidad” primera de la historia, o a la “ficción” inducida, una falsa realidad compartida, no sólo por los personajes, también por los lectores.
Ahora me permitiréis que descanse. Cuesta teclear con una mano metálica.)
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