20/6/05

Tiranía privada (IV): Enucleación

Hace unas semanas en la serie que publica El País Semanal sobre los grandes malvados de la historia, a propósito de Irene, la Emperatriz bizantina que ordenó cegar a su hijo, el autor del artículo se preguntaba como era posible la enucleación del globo ocular sin provocar la muerte. Desgraciadamente la sutilidad humana para provocar a sus semejantes las más dolorosas y atroces vejaciones no puede sorprendernos, sí asquearnos, pero esa es otra historia.
La respuesta a la pregunta tal vez pueda encontrarse en una novela que habla sobre ese mismo Imperio aunque en épocas más lejanas para nosotros. En El conde Belisario, Robert Graves narra la última ignominia que tuvo que sufrir el general bizantino de manos de su Emperador:

A Belisario se le perdonó la vida.
Pero quedó privado de todos sus honores y posesiones en tierras o tesoros, e incluso descalificado para recibir la limosna común.
Pero fue víctima aún de otra venganza espantosa. ¡Ay, ahora mismo! Permitidme que la escriba rápidamente: esa misma noche le apagaron la luz de ambos ojos con agujas al rojo vivo, en la Morada de Bronce
.


El calor ciega y cauteriza al mismo tiempo. Eso ya lo era sabido desde tiempos remotos y así lo recoge Homero cuando hace que Ulises-Nadie ciegue a Polifemo introduciendo un tronco afilado y ardiente en su único ojo.
De que forma pudo librarse Edipo de mortales infecciones debe ser parte también de la condena que el destino le tenía reservado:

Algún dios se lo mostró, a él que estaba fuera de sí, pues no fue ninguno de los hombres que estábamos cerca. Y gritando de horrible modo, como si alguien le guiara, se lanzó contra las puertas dobles y, combándolas, abate desde los puntos de apoyo los cerrojos y se precipita en la habitación en la que contemplamos a la mujer colgada, suspendida del cuello por retorcidos lazos. Cuando él la ve, el infeliz, lanzando un espantoso alarido, afloja el nudo corredizo que la sostenía. Una vez que estuvo tendida, la infortunada, en tierra, fue terrible de ver lo que siguió: arrancó los dorados broches de su vestido con los que se adornaba y, alzándolos, se golpeó con ellos las cuencas de los ojos, al tiempo que decía cosas como éstas: que no le verían a él, ni los males que había padecido, ni los horrores que había cometido, sino que estarían en la oscuridad el resto del tiempo para no ver a los que no debía y no conocer a los que deseaba. Haciendo tales imprecaciones una y otra vez –que no una sola-, se iba golpeando los ojos con los broches. Las pupilas ensangrentadas teñían las mejillas y no destilaban gotas chorreantes de sangre, sino que todo se mojaba con una negra lluvia y granizada de sangre.

Edipo rey, Sófocles.


Alguna vez leí algo sobre el carácter sagrado que otorgaba la ceguera y de que forma Edipo y Tiresias alcanzan un rango especial por su causa. Y Homero, por supuesto.
Pero en la sofisticada corte bizantina los privilegios se alcanzan por emasculación y la ceguera como castigo supone una frivolidad no exenta de sadismo.

Irene cegó a su hijo en una habitación roja y lo último que pudo ver fue el rojo del hierro que reventaría sus globos oculares.

(Luego vendrían los informes, el nuevo Homero austral... pero son otras historias)

No hay comentarios: