28/4/16

Nebiros, de Juan Eduardo Cirlot

Nebiros es el Señor de los muertos. Nigromante infernal, asistente de Lucifer, tiene la capacidad de predecir el futuro y puede hacer enfermar a quien desee.

Para el objeto de la narración de Cirlot, aparte del nombre de un demonio que aparece en Los secretos del infierno, Nebiros es el improbable nombre de un bar escrito en el cristal y que el protagonista lee invertido.



Para el censor que condenó a la novela de Cirlot a pudrirse durante 65 años en una estantería de un archivo perdido, Nebiros es “De una moralidad grosera y repugnante. No debe autorizarse

Bert Hardy. “Barcelona a City in Ferment - Two prostitutes talking to a client on a Barcelona street corner”. 1951. Barcelona, Cataluña, Spain.


Debo confesar que, por primera vez en mi vida, una novela ha conseguido transmitirme, y crearme, una sensación intensa y perdurable de claustrofobia.
No sabemos si Cirlot se refiere a Nebiros cuando escribe en una carta a Carlos Edmundo de Ory que está preparando un libro en el que mostrará su “aspecto más oscuro”. Pero, desde luego, Nebiros es un viaje a una mente plagada de oscuridad.
La estructura, más o menos, es como sigue: El dueño de un negocio espera a que sus empleados acaben la jornada para volver a casa. Demora a través de un intrincado paseo sin objeto el regreso y una vez en su piso, grande y ocupado solo por él, vuelve a salir a la calle, iniciando un nuevo paseo que le conducirá a los rincones más sórdidos de la ciudad sin nombre. El del personaje tampoco es mencionado. A través de un narrador omnisciente podemos internarnos en los pensamientos del personaje, de modo que al viaje físico por las calles de la ciudad, se le une el viaje interior por los recovecos de su mente. Ninguno de los dos es agradable.
Da la sensación de que la degradación de la ciudad es reflejo de la del personaje. No es exactamente degradación, es una especie de síntoma de una enfermedad moral que todos llevamos oculta en nuestro interior y que no siempre aflora. Al menos no en todos los casos, al menos no siempre. Esa enfermedad moral es la existencia. O la contradicción existencial entre el yo y la sociedad, entre el Dasein y lo subjetivo. El protagonista es un ser en el mundo sin objeto, no por una falta de sentido de la existencia particular, sino porque todo objetivo carece de sentido. Ser consciente de esa falta de sentido de la existencia es el más doloroso de los infiernos. Pero no estamos en esta novela en una tesis que pretenda universalizar unos sentimientos. Lo verdaderamente duro y desesperanzador, lo que crea angustia y claustrofobia es que hay algo muy íntimo en todo lo que Cirlot nos cuenta. Algo vital y muy personal. A pesar de que nos quiera confundir a través del narrador omnisciente, (en lugar de elegir una narración en primera persona que hubiésemos sabido inconsistente, porque un personaje como el de Nebiros jamás se hubiese puesto a escribir, jamás hubiese escrito con tal contundencia), en principio extradiegético, hay algo en el tono general, en el conocimiento tan profundo de las motivaciones del personaje que tiene el narrador, que nos hace olvidar que no está implicado en lo que nos cuenta. Tiene que estarlo, tiene que saber, tiene que sufrir como el personaje las mismas contradicciones, la misma desesperación, las mismas fobias, el mismo desagrado general hacia nuestra sociedad.
Y esos son los grandes méritos de la novela: la connivencia íntima entre personaje y narrador, y la transmisión al lector de la angustia existencial del personaje (¿del narrador?)
Termino la novela y salgo a la calle a tomar aire. Todo me parece grisaceo. Pienso por un momento en Nebiros, en su capacidad de hacer enfermar. Pienso en Nebiros, en la novela, en su capacidad de hacernos enfermar. Descarto la idea. Cirlot no nos hace enfermar. Nos muestra nuestra enfermedad.

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