Nebiros es el Señor de los muertos.
Nigromante infernal, asistente de Lucifer, tiene la capacidad de
predecir el futuro y puede hacer enfermar a quien desee.
Para el objeto de la narración de
Cirlot, aparte del nombre de un demonio que aparece en Los secretos
del infierno, Nebiros es el improbable nombre de un bar escrito en el
cristal y que el protagonista lee invertido.
Para el censor que condenó a la novela
de Cirlot a pudrirse durante 65 años en una estantería de un
archivo perdido, Nebiros es “De una moralidad grosera y
repugnante. No debe autorizarse”
Bert Hardy. “Barcelona a City in
Ferment - Two prostitutes talking to a client on a Barcelona street
corner”. 1951. Barcelona, Cataluña, Spain.
Debo confesar que, por primera vez en
mi vida, una novela ha conseguido transmitirme, y crearme, una
sensación intensa y perdurable de claustrofobia.
No sabemos si Cirlot se refiere a
Nebiros cuando escribe en una carta a Carlos Edmundo de Ory
que está preparando un libro en el que mostrará su “aspecto más
oscuro”. Pero, desde luego, Nebiros es un viaje a una mente
plagada de oscuridad.
La estructura, más o menos, es como
sigue: El dueño de un negocio espera a que sus empleados acaben la
jornada para volver a casa. Demora a través de un intrincado paseo
sin objeto el regreso y una vez en su piso, grande y ocupado solo por
él, vuelve a salir a la calle, iniciando un nuevo paseo que le
conducirá a los rincones más sórdidos de la ciudad sin nombre. El
del personaje tampoco es mencionado. A través de un narrador
omnisciente podemos internarnos en los pensamientos del personaje, de
modo que al viaje físico por las calles de la ciudad, se le une el
viaje interior por los recovecos de su mente. Ninguno de los dos es
agradable.
Da la sensación de que la degradación
de la ciudad es reflejo de la del personaje. No es exactamente
degradación, es una especie de síntoma de una enfermedad moral que
todos llevamos oculta en nuestro interior y que no siempre aflora. Al
menos no en todos los casos, al menos no siempre. Esa enfermedad
moral es la existencia. O la contradicción existencial entre el yo y
la sociedad, entre el Dasein y lo subjetivo. El protagonista es un
ser en el mundo sin objeto, no por una falta de sentido de la
existencia particular, sino porque todo objetivo carece de sentido.
Ser consciente de esa falta de sentido de la existencia es el más
doloroso de los infiernos. Pero no estamos en esta novela en una
tesis que pretenda universalizar unos sentimientos. Lo verdaderamente
duro y desesperanzador, lo que crea angustia y claustrofobia es que
hay algo muy íntimo en todo lo que Cirlot nos cuenta. Algo vital y
muy personal. A pesar de que nos quiera confundir a través del
narrador omnisciente, (en lugar de elegir una narración en primera
persona que hubiésemos sabido inconsistente, porque un personaje
como el de Nebiros jamás se hubiese puesto a escribir, jamás
hubiese escrito con tal contundencia), en principio extradiegético,
hay algo en el tono general, en el conocimiento tan profundo de las
motivaciones del personaje que tiene el narrador, que nos hace
olvidar que no está implicado en lo que nos cuenta. Tiene que
estarlo, tiene que saber, tiene que sufrir como el personaje las
mismas contradicciones, la misma desesperación, las mismas fobias,
el mismo desagrado general hacia nuestra sociedad.
Y esos son los grandes méritos de la
novela: la connivencia íntima entre personaje y narrador, y la
transmisión al lector de la angustia existencial del personaje (¿del
narrador?)
Termino la novela y salgo a la calle a
tomar aire. Todo me parece grisaceo. Pienso por un momento en
Nebiros, en su capacidad de hacer enfermar. Pienso en Nebiros, en la
novela, en su capacidad de hacernos enfermar. Descarto la idea.
Cirlot no nos hace enfermar. Nos muestra nuestra enfermedad.
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