22/4/10

16 piedras

El tema de las piedras de succión en Molloy de Samuel Beckett me parece tan importante y simbólico para la literatura contemporánea como las magdalenas de Proust. Si en La recherche el sabor es el estímulo de la memoria, en Beckett el problema de las piedras, intrascendente en sí, se convierte en símbolo de la futilidad de la escritura en cuanto a mostrar, explicar, en cuanto a narrar contando hechos, y en la grandeza del mismo hecho de escribir.
Mientras termino el post sobre la trilogía Molloy-Malone-Innombrable, os dejo con el Método, en traducción de Pere Gimferrer. Ya me disculparéis si es demasiado largo o si ya lo habéis leído:


Aproveché aquella estancia para aprovisionarme de piedras de succión. Eran guijarros, pero las llamo piedras. Sí, aquella vez adquirí una importante reserva. Las distribuí equitativamente entre mis cuatro bolsillos y las iba chupando por turno. Lo cual planteaba un problema que al principio resolví del modo siguiente. Yo tenía, pongo por caso, dieciséis piedras, cuatro en cada uno de mis cuatro bolsillos (los dos de mi pantalón y los dos de mi abrigo). Tomando una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, y poniéndome-la en la boca, la reemplazaba en el bolsillo derecho de mi abrigo por una piedra del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazaba por una piedra del bolsillo izquierdo de mi abrigo, que reemplazaba por la piedra que tenía en la boca en cuanto terminaba la succión. De modo que siempre había cuatro piedras en cada uno de mis cuatro bolsillos, aunque no exactamente las mismas piedras. Y cuando me volvían las ganas de chupar, hundía la mano nuevamente en el bolsillo derecho de mi abrigo, con la certidumbre de que no iba a salirme la misma piedra de antes. Y, mientras la iba succionando, volvía a poner en orden las otras piedras, como acabo de explicar. Y así sucesivamente. Pero solo a medias me satisfacía esta solución. Pues no se me ocultaba que, por una extraordinaria casualidad, podían estar circulando siempre las mismas cuatro piedras. En cuyo caso, lejos de estar succionando las dieciséis piedras por turno, en realidad estaría succionando solo cuatro, siempre las mismas, por turno. Pero tenía buen cuidado de removerías en mis bolsillos, antes de darles el chupeteo, y durante el mismo, antes de proceder a los traslados, con la esperanza de generalizar la circulación de las piedras de un bolsillo a otro. Pero era un mal menor, al cual no podía resignarse por mucho tiempo un hombre como yo. De modo que me puse a buscar otra solución. Y empecé por preguntarme si no haría mejor transportando las piedras de cuatro en cuatro, y no de una en una, es decir, que mientras chupaba podía tomar las tres piedras que quedaban en el bolsillo derecho de mi abrigo y colocar en su lugar las cuatro del bolsillo derecho de mi pantalón, y en lugar de estas, las cuatro del bolsillo izquierdo de mi pantalón, y en lugar de estas las cuatro del bolsillo izquierdo de mi abrigo, y, por último, en lugar de estas, las tres del bolsillo derecho de mi abrigo y, en cuanto terminara de succionaría, la que tenía en la boca. Si, al principio me parecía que de este modo obtendría mejores resultados. Pero me vi forzado a cambiar de opinión, en cuanto reflexioné, para reconocer que la circulación de las piedras en grupos de cuatro venía a ser lo mismo que su circulación por unidades. Porque si bien tenía la seguridad de encontrar cada vez en el bolsillo de mi abrigo cuatro piedras totalmente distintas de las que las habían precedido inmediatamente, no por ello dejaba de subsistir la posibilidad de que fuera a dar siempre con la misma piedra, en cada grupo de cuatro, y que, por consiguiente, en lugar de succionar las dieciséis por turno, como era mi deseo, no succionara realmente más que cuatro, siempre las mismas, por turno. Debía indagar, pues, en cuestiones distintas del procedimiento de circulación. Porque siempre tropezaba con el mismo azar, cualquiera que fuese el modo de hacer circular las piedras que adoptase. Era evidente que aumentando el número de mis bolsillos aumentaba en igual proporción mis posibilidades de sacar provecho de mis piedras según mis deseos, es decir, una tras otra hasta el final. Por ejemplo, caso de haber tenido ocho bolsillos en vez de cuatro, ni siquiera el azar más malévolo hubiera podido impedir que de mis dieciséis piedras succionara al menos ocho por turno. Para decirlo todo de una vez, hubiera necesitado dieciséis bolsillos para estar totalmente tranquilo. Y durante mucho tiempo me detuve en tal conclusión de que a menos que tuviera dieciséis bolsillos, cada uno con su piedra, nunca alcanzaría el objetivo que me había propuesto, salvo que concurriera algún azar extraordinario. Y si bien era concebible que doblara el número de mis bolsillos, aunque fuera dividiendo cada bolsillo en dos mediante algunos imperdibles por ejemplo, cuadruplicarlos me parecía que superaba el límite de mis posibilidades. Y no quería tomarme ninguna molestia solo para conseguir una solución intermedia. Porque empezaba a perder el sentido del justo medio, desde que empecé a luchar con aquel problema, y me decía: «Todo o nada.» Y solo por un instante consideré la posibilidad de establecer una proporción más equitativa entre mis piedras y mis bolsillos, reduciendo aquellas al número de estos. Lo cual hubiera sido tanto como declararme vencido. Y sentado en la playa, ante el mar, dispuestas ante mis ojos las dieciséis piedras, las contemplaba con ira y perplejidad. Porque tan difícilmente me sentaba en una silla o una butaca, a causa de mi pierna rígida según podéis comprender, como fácil me resultaba sentarme en el suelo a causa de mi pierna rígida y de la que iba camino de serlo, porque en aquella época mi pierna sana, sana en el sentido de que no estaba tiesa, empezó a ponerse rígida. Necesitaba un apoyo bajo las corvas, y, en realidad, bajo toda la pierna, el apoyo de la tierra. Y mientras me quedaba de este modo contemplando mis piedras, rumiando martingalas cada vez más defectuosas, y oprimiendo puñados de arena, de modo que la arena se deslizaba entre mis dedos y volvía a caer sobre la playa, sí, mientras mantenía así en tensión el espíritu y parte del cuerpo, de pronto un día se me ocurrió la idea luminosa de que quizá podría alcanzar mis objetivos sin aumentar el número de mis bolsillos ni reducir el de mis piedras, mediante el simple expediente de sacrificar el principio del arrumaje. Me llevó algún tiempo penetrar el significado de esta proposición, que se puso de pronto a cantar dentro de mi, como un versículo de Isaías o Jeremías. Especialmente la palabra arrumaje me resultó oscura de comprensión durante mucho tiempo, porque no la conocía. Pero a fin de cuentas creí adivinar que la palabra arrumaje no podía significar otra cosa, otra cosa mejor que el reparto de las dieciséis piedras en cuatro grupos de cuatro, uno en cada bolsillo, y que lo que había falseado todos mis cálculos hasta el presente y convertido el problema en insoluble era el rechazo de plantearme un reparto distinto. Y a partir de tal interpretación, fuera o no acertada, pude llegar finalmente a una solución, poco elegante, sin duda, pero sólida, sólida. Ahora bien, estoy completamente dispuesto a creer, e incluso lo creo firmemente, que existían, que incluso tal vez siguen existiendo otras soluciones para este problema, tan sólidas como la que voy a intentar describiros, pero más elegantes. Y creo también que con un poco más de constancia y de resistencia yo mismo hubiera podido dar con ellas. Pero estaba cansado, cansado, y cobardemente me contenté con la primera solución real que encontré para el problema. Y he aquí, en todo su horror, mi solución, ahorrándoos la recapitulación de las ansiosas etapas que tuve que atravesar antes de desembocar en ella. Bastaba simplemente con (¡simplemente con!) colocar por ejemplo, para empezar, seis piedras en el bolsillo derecho de mi abrigo (pues este es siempre el primer bolsillo del que saco una piedra), cinco en el bolsillo derecho de mi pantalón, y otras cinco en el bolsillo izquierdo de mi pantalón, así salían las cuentas, cinco por dos, diez, y seis, dieciséis, y ninguna piedra, porque ya no quedaba ninguna, en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, que por el momento permanecía vacío, vacío de piedras se entiende, porque conservaba su contenido habitual, así como otros objetos de paso. Porque ¿dónde creíais que guardaba mi cuchillo de cocina, mis cubiertos de plata, mi bocina y todo lo demás que aún no he mencionado y que quizá no mencionaré jamás? Vale. Ahora puedo iniciar mi succión. Miradme bien. Saco una piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la dejo de chupar, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, el vacío (de piedras). Saco una segunda piedra del bolsillo derecho de mi abrigo, la chupo, la guardo en el bolsillo izquierdo de mi abrigo. Y así sucesivamente hasta que el bolsillo derecho de mi abrigo queda vacío (aparte de su contenido habitual y pasajero) y las seis piedras que acabo de chupar, una tras otra, han pasado íntegramente al bolsillo izquierdo de mi abrigo. Entonces me paro, me concentro, no vaya a cometer un disparate, y traslado al bolsillo derecho de mi abrigo, que se ha quedado sin piedras, las cinco piedras del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazo por las cinco piedras del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazo por las seis piedras del bolsillo izquierdo de mi abrigo. De modo que una vez más se queda sin piedras el bolsillo izquierdo de mi abrigo, mientras que el bolsillo derecho de mi abrigo rebosa nuevamente de ellas, y en el buen sentido, es decir, de piedras diferentes de las que acabo de chupar y que me pongo a chupar ahora, una tras otra, y a trasladar sucesivamente al bolsillo izquierdo de mi abrigo, con la certidumbre, hasta donde es posible tenerla en este orden de ideas, de que estoy chupando piedras distintas de las anteriores. Y cuando el bolsillo derecho de mi abrigo queda nuevamente vacío (de piedras) y las cinco que acabo de chupar se encuentran todas sin excepción en el bolsillo izquierdo de mi abrigo, procedo a la misma redistribución de antes, o a una redistribución análoga, es decir, que traslado al bolsillo derecho de mi abrigo, otra vez disponible, las cinco piedras del bolsillo derecho de mi pantalón, que reemplazo por las seis piedras del bolsillo izquierdo de mi pantalón, que reemplazo por las cinco piedras del bolsillo izquierdo de mi abrigo. Con lo cual estoy en situación de volver a empezar.
¿Debo proseguir? No, porque está claro que al final de la próxima serie de succiones y traslados la situación inicial se habrá restablecido, es decir, que volveré a tener las seis primeras piedras en el bolsillo inicial, las cinco siguientes en el bolsillo derecho de mi viejo pantalón y, en fin, las cinco últimas en el bolsillo izquierdo de la misma prenda de vestir, de modo que mis dieciséis piedras habrán sido succionadas una primera vez en sucesión impecable, sin que una sola de ellas haya sido succionada dos veces, sin que una sola se haya quedado sin ser succionada. Cierto que al volver a empezar no podía albergar muchas esperanzas de chupar mis piedras en el mismo orden que la primera vez y que la primera, séptima y duodécima del primer ciclo, pongo por caso, podían muy bien ser la sexta, undécima y decimosexta, respectivamente, del segundo, para ponernos en el peor de los casos. Pero se trataba de un inconveniente que no podía evitar. Y si en los ciclos tomados en su conjunto debía reinar una confusión inexplicable, al menos en el interior de cada ciclo podía estar tranquilo, bueno, todo lo tranquilo que se puede estar en esta clase de actividad. Porque para que todos los ciclos fueran iguales, en lo que respecta a la succión de las piedras en mi boca (¡y Dios sabe si tenía interés en ello!) hubiera necesitado o bien dieciséis bolsillos o bien tener numeradas las piedras. Y antes que fabricarme doce bolsillos más o numerar las piedras, prefería contentarme con la tan relativa tranquilidad de que gozaba en el interior de cada ciclo aisladamente considerado. Porque no bastaría con numerar las piedras, sino que hubiera sido necesario, cada vez que me ponía una en la boca, recordar qué número tocaba y buscarla en mis bolsillos. Lo cual me hubiera quitado el sabor de chupar en muy breve tiempo. Porque nunca hubiera estado seguro de no equivocarme, a menos que llevara una especie de registro, donde hubiera apuntado mis piedras a medida que las chupaba. Cosa de la que me creía incapaz. No, la única solución perfecta hubiera sido tener los dieciséis bolsillos, simétricamente dispuestos, cada uno con su piedra. Entonces no hubiera necesitado ni números ni reflexión, sino únicamente, mientras chupase determinada piedra, hacer avanzar a las quince restantes, un bolsillo cada una, trabajo bastante delicado sí queréis, pero que entraba en el límite de mis posibilidades, y meter la mano en el mismo bolsillo cada vez que me vinieran ganas de chupar. Así habría podido estar tranquilo, no solo en el interior de cada ciclo aisladamente considerado, sino también respecto al conjunto de los ciclos, aunque se multiplicaran hasta el infinito. Pero de todos modos estaba muy contento de haber encontrado mi propia solución, por imperfecta que fuese, sin ayuda de nadie. Y si bien era menos sólida de lo que creí al principio, en el entusiasmo inicial de mi descubrimiento, su inelegancia continuaba siendo absoluta. Y, en mi opinión, era inelegante sobre todo porque el reparto desigual de las piedras me resultaba físicamente penoso. Cierto que se establecía un cierto equilibrio en un momento dado, al inicio de cada ciclo, a saber, entre la tercera y la cuarta chupada, pero no duraba mucho. Y el resto del tiempo sentía que el peso de las piedras me tironeaba, ya a derecha, ya a izquierda. De modo que al renunciar al arrumaje renunciaba a algo más que a un principio, renunciaba a una necesidad física. Aunque creo que también era una necesidad física chupar las piedras como he expuesto, es decir, no de cualquier manera, sino de acuerdo con un método. De modo que se trataba del enfrentamiento irreconciliable de dos necesidades físicas. Cosas que pasan. Pero en el fondo no me importaba lo más mínimo sentirme en desequilibrio perpetuo, tironeado a derecha, a izquierda, hacia adelante y hacia atrás, como también me daba exactamente igual chupar cada vez una piedra diferente o siempre la misma por los siglos de los siglos. Porque todas tenían el mismo sabor. Y había recogido dieciséis, no para cargar con ellas de este o aquel modo, o para chuparlas por turno, sino simplemente para disponer de una pequeña provisión de reserva. Aunque de todos modos me importara mucho quedarme sin ninguna, no por eso me encontraría peor, o en todo caso la diferencia seria mínima. Y finalmente adopté la solución de tirar todas mis piedras, salvo una, que guardaba a veces en un bolsillo, a veces en otro, y que por supuesto no tardé en perder, o tirar, o regalar, o tragarme.

2 comentarios:

Mariana dijo...

No lo había leído! Gracias, la longitud del texto queda reducida a nada, es maravilloso.

Portnoy dijo...

Me alegro... ahora a leer la novela completa
:-)