En El arte de la fuga escribe Sergio Pitol:
En un muro del de Arte Moderno colgaba La partida, el primero de los nueve trípticos pintados por Max Beckmann. A diferencia de los polípticos tradicionales que narran una historia, la vida trágica de un mártir, el camino hacia la conversión de un pagano superdepravado que termina siendo Papa, las hazañas de un guerrero que somete amplios territorios a la catequización, las vicisitudes de un Emperador para mantener la integridad de su Imperio a pesar del empuje de un enemigo infiel, donde cada sección cubre un tramo de la historia para que el conjunto pueda darnos la visión total, los trípticos de Beckmann se saturan de figuras extrañas comprometidas en actos incomprensibles. Surge ante nuestros ojos una rica imaginería donde algunos signos se repiten una y otra vez como sostenes de una mitología personal. Ninguna suma es posible, y, por lo mismo, la progresiva sucesión de una historia nunca logra darse. En el tríptico al que me refiero las secciones laterales son un muestrario de acciones sórdidas y brutales. En el de la izquierda, un rufián de aspecto siniestro tortura a tres personas, dos hombres y una mujer. Uno de ellos ha sido mutilado: le han cortado las manos, sus muñones están aún ensangrentados. En el de la derecha, una joven con una lámpara de petróleo en la mano camina con el cadáver de un hombre semidesnudo atado verticalmente a su cuerpo: ese cadáver está colocado cabeza abajo, los pies llegan a la altura del cuello de la mujer y la cabeza al suelo; tras ella camina un bellboy con los ojos vendados y un gran pescado en las manos. A su lado, un personaje vestido con modestia, toca con brío un tambor. El radiante lienzo central contrasta con la sordidez que campea en las tablas laterales: un hombre coronado y una mujer con un niño en los brazos están de pie al lado de una misteriosa figura masculina con el rostro cubierto. El azul del cielo y el mar resplandece como si fuera esmalte, en contraste con la falta de luz solar y la violencia enclaustrada en los costados. Me imagino que el título del tríptico, La partida, se refiere a esa escena. La pareja y su hijo, los reyes de la creación, abandonan el mundo turbio y cruel, y además incomprensible, que los cerca. La luminosidad de colores en la zona central, acentuada por el espacio en que se sitúan los regios protagonistas, atrae de inmediato el ojo del observador.
Continúa Pitol:
Las múltiples acciones encapsuladas en una obra de Beckmann pueden a primera vista producir un efecto equívoco. Podría tomárseles por ilustraciones de una obra literaria. Sin embargo, la sensualidad del color y el poder extraordinario de la línea deshacen ese equívoco. No se trata de literatura pintada sino de pintura plena. Es natural que cada quien trate de crear con esos elementos una historia personal. En la explicación que Beckmann dio a una amiga sobre la sección de la derecha, ésa donde aparece un cadáver desnudo de la cintura a los pies atado al cuerpo de una bella mujer, a cuyo lado un hombre, que ni siquiera los observa, toca un tambor, el pintor afirma: "el cuerpo atado es parte de uno mismo, es el cadáver de los recuerdos, errores y fracasos, el asesinato que cada uno de nosotros comete en algún momento de su vida. Al no poder el hombre librarse jamás de su pasado tiene que cargar para siempre ese cadáver; en tanto que a su lado la Vida toca un tambor". Me dejaría cortar el cuello si alguien que no hubiese leído la interpretación de Beckmann se detuviera ante el tríptico y tradujera de manera parecida aquel fragmento. Cada espectador tendrá que descifrar los elementos como mejor pueda, echando mano de vivencias o experiencias personales; eso, que parece inevitable, no significa enriquecer ni empobrecer el placer estético. Desde luego saltan ciertos elementos generales a la vista: una crispada tensión entre el poder de la Vida y la presencia de la Muerte, y otras subsidiarias resultantes de una serie de enfrentamientos entre clausura y espacio abierto, salud y enfermedad, dignidad y humillación. No se me ocurre por el momento añadir ningún otro rasgo, pero en mi fuero interno me empeñaría en encontrar coherencia a esa multitudinaria conjunción de figuras y situaciones enigmáticas, la transformaría en historias, en tramas que nada tendrían en común con la versión del pintor.
En un muro del de Arte Moderno colgaba La partida, el primero de los nueve trípticos pintados por Max Beckmann. A diferencia de los polípticos tradicionales que narran una historia, la vida trágica de un mártir, el camino hacia la conversión de un pagano superdepravado que termina siendo Papa, las hazañas de un guerrero que somete amplios territorios a la catequización, las vicisitudes de un Emperador para mantener la integridad de su Imperio a pesar del empuje de un enemigo infiel, donde cada sección cubre un tramo de la historia para que el conjunto pueda darnos la visión total, los trípticos de Beckmann se saturan de figuras extrañas comprometidas en actos incomprensibles. Surge ante nuestros ojos una rica imaginería donde algunos signos se repiten una y otra vez como sostenes de una mitología personal. Ninguna suma es posible, y, por lo mismo, la progresiva sucesión de una historia nunca logra darse. En el tríptico al que me refiero las secciones laterales son un muestrario de acciones sórdidas y brutales. En el de la izquierda, un rufián de aspecto siniestro tortura a tres personas, dos hombres y una mujer. Uno de ellos ha sido mutilado: le han cortado las manos, sus muñones están aún ensangrentados. En el de la derecha, una joven con una lámpara de petróleo en la mano camina con el cadáver de un hombre semidesnudo atado verticalmente a su cuerpo: ese cadáver está colocado cabeza abajo, los pies llegan a la altura del cuello de la mujer y la cabeza al suelo; tras ella camina un bellboy con los ojos vendados y un gran pescado en las manos. A su lado, un personaje vestido con modestia, toca con brío un tambor. El radiante lienzo central contrasta con la sordidez que campea en las tablas laterales: un hombre coronado y una mujer con un niño en los brazos están de pie al lado de una misteriosa figura masculina con el rostro cubierto. El azul del cielo y el mar resplandece como si fuera esmalte, en contraste con la falta de luz solar y la violencia enclaustrada en los costados. Me imagino que el título del tríptico, La partida, se refiere a esa escena. La pareja y su hijo, los reyes de la creación, abandonan el mundo turbio y cruel, y además incomprensible, que los cerca. La luminosidad de colores en la zona central, acentuada por el espacio en que se sitúan los regios protagonistas, atrae de inmediato el ojo del observador.
Continúa Pitol:
Las múltiples acciones encapsuladas en una obra de Beckmann pueden a primera vista producir un efecto equívoco. Podría tomárseles por ilustraciones de una obra literaria. Sin embargo, la sensualidad del color y el poder extraordinario de la línea deshacen ese equívoco. No se trata de literatura pintada sino de pintura plena. Es natural que cada quien trate de crear con esos elementos una historia personal. En la explicación que Beckmann dio a una amiga sobre la sección de la derecha, ésa donde aparece un cadáver desnudo de la cintura a los pies atado al cuerpo de una bella mujer, a cuyo lado un hombre, que ni siquiera los observa, toca un tambor, el pintor afirma: "el cuerpo atado es parte de uno mismo, es el cadáver de los recuerdos, errores y fracasos, el asesinato que cada uno de nosotros comete en algún momento de su vida. Al no poder el hombre librarse jamás de su pasado tiene que cargar para siempre ese cadáver; en tanto que a su lado la Vida toca un tambor". Me dejaría cortar el cuello si alguien que no hubiese leído la interpretación de Beckmann se detuviera ante el tríptico y tradujera de manera parecida aquel fragmento. Cada espectador tendrá que descifrar los elementos como mejor pueda, echando mano de vivencias o experiencias personales; eso, que parece inevitable, no significa enriquecer ni empobrecer el placer estético. Desde luego saltan ciertos elementos generales a la vista: una crispada tensión entre el poder de la Vida y la presencia de la Muerte, y otras subsidiarias resultantes de una serie de enfrentamientos entre clausura y espacio abierto, salud y enfermedad, dignidad y humillación. No se me ocurre por el momento añadir ningún otro rasgo, pero en mi fuero interno me empeñaría en encontrar coherencia a esa multitudinaria conjunción de figuras y situaciones enigmáticas, la transformaría en historias, en tramas que nada tendrían en común con la versión del pintor.
6 comentarios:
Pitol es un maestro vienés de la literatura, un mefistófeles verbal que atesora ese engranaje deshinibido de las letras.Un explorador, todo un tríptico de carnaval que carnavaliza al son del taniño de una flauta; en clave mayor, mediante el arte de la fuga.
http://tropicodelamancha.blogspot.com
no es difícil establecer links entre el tríptico que comenta Pitol y la trilogía de Broch. Al final creo que en ambos casos depende mucho del lector cuál va a ser la imagen final que se tiene de la obra, sea la pintura o el libro (Los Sonámbulos). Sin embargo hay hilos delgados pero resistentes que atraviesan sus partes (las de las dos obras) y que nos dejan adivinar la intención inicial de los creadores. Excelente post.
De Pitol solo he leído un cuento así que no puedo opinar. Tema a parte: Señor Portnoy, ¿por qué la reedición de Seix Barral de El lamento de Portnoy se llama El mal de Portnoy? Crees que se justifica ese cambio de título? Es que no lo pillo...
Sí, Tomás, Pitol es un genio, pero como siempre ando a la busca de interrelaciones literarias... pensaba en otra cosa.
Y la verdad, Víctor, es que no relacionaba el tríptico con Broch... ahora a penas puedo dormir pensando en ello.
Porla... ya hablamos de ello en El mal de Portnoy
Un saludo y gracias por vuestros comentarios
Leído. Y ja ja ja yo también. Iba por donde me suponía: el Mal como enfermedad... pero si en inglés es Complaint, no hay juego de palabras posible, ¿no? ¿Quiso el traductor ser más listo que su autor o colarnos los de la editorial que era una secuela?
Mira: yo tengo El guardián entre el centeno traducido como L'ingenu seductor. Esa sí que es buena.
Lo del arte de la fuga en la literatura siempre me ha parecido muy bonito pero tramposillo. ¿Hablas de Houdini en algún lado?
De Houdini no... de Jack el destripador sí.
:-)
Un saludo
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