(No suelo hacer esta clase de cosas... pero creo que podemos hacer una excepción con este buen texto publicado en El País que demuestra, una vez más, el excelente articulista literario que es Muñoz Molina. Espero que sepáis reconocer los síntomas y admitir vuestro vicio, vuestra enfermedad. Un saludo y Felices Fiestas):
EL VICIO SIN CASTIGO, Antonio Muñoz Molina
He pasado una gran parte de mi vida sumergido en la lectura como un buzo pasa gran parte de la suya sumergido en el agua. Con la misma felicidad con que a los seis o siete años leía un tebeo de Pulgarcito o del Capitán Trueno leo ahora un libro sobre el planeta Venus, o una novela de Bernard Malamud que acabo de encontrar en un puesto callejero, o un reportaje del periódico, o una antología de poemas de William Carlos William. Entonces, cuando estaba en la escuela, me imaginaba el momento de volver a casa y ponerme de nuevo a leer mis tebeos, y esa expectativa me daba una dicha tan intensa, tan secreta, que era consciente de no poder transmitírsela a nadie. Vivía en una casa y en un medio social en los que apenas nadie sabía leer con fluidez ni escribir correctamente, y en el que los libros eran una rareza; pero tuve la suerte inmensa de que mis mayores accedieran a alimentar generosamente mi vicio precoz, en parte por una reverencia antigua hacia el saber y las palabras escritas, en parte por puro cariño. Volvían a casa de sus tareas misteriosas de adultos y me traían un cucurucho de cacahuetes recién tostados y uno de aquellos sobres sorpresa de la editorial Bruguera que contenían varios tebeos. En la madrugada del 6 de enero, los reyes magos austeros de aquel tiempo dejaban regalos que también tenían que ver con las palabras escritas: una pequeña pizarra y un pizarrin, de los que se usaban en los parvularios para trazar los primeros números y letras; un plumier o una caja de lápices de colores; Algún tebeo, algún libro. Con la primera claridad del alba distinguía su portada, su titulo, empezaba a ver las ilustraciones del interior. El día de reyes era una larga inmersión en la lectura.
Inmersión, sumergirse: Hay mucha poesía en las expresiones más comunes. Uno se sumerge en un libro, desciende lentamente hacia el fondo de un medio más denso y menos iluminado que la realidad exterior. Uno cierra su escotilla, se acomoda en el silencio. El mundo real, unas veces es gozoso y otras es hostil. En la cámara sumergida del libro, uno se encuentra a salvo de todo, transitoriamente. El mundo real, la experiencia concreta, pueden ser felices o desdichados, estimulantes o tediosos: Sea como sea, uno vive en ellos sometido a severas limitaciones de tiempo y espacio, a un reparto de personajes nunca numeroso, a la posibilidad del aburrimiento. El libro multiplica las dimensiones del mundo y la variedad de los paisajes y las vidas; lo salva a uno de la inmediatez literal de las cosas, de su anclaje fatal en el aquí y en el ahora, en el yo consabido. Pero el libro no embota la curiosidad hacia el espectáculo ilimitado y gozoso de lo más cercano: bien leído, es una lente de aumento, un microscopio, un telescopio, una maquina del tiempo.
Pero uno no lee para aprender, ni para saber mas, ni para escaparse. Uno lee porque la lectura es un vicio perfectamente compatible con la escasez de medios, con la falta de esa audacia que otros vicios requieren, y, más importante todavía, con la absoluta pereza. El buen aficionado lleva a cabo la mayor parte de sus mejores lecturas en diversos grados de proximidad a la posición horizontal. Bien es verdad que también se somete a las mayores incomodidades: lee de pie, en un vagón del metro; lee en la dura silla de una biblioteca publica, bajo una luz escasa que le daña los ojos; incluso en medio de la calle, con la misma impaciencia con que alguien que ha comprado una barra de pan recién hecha le arranca el pico tostado y se lo va comiendo en el camino hacia casa. Aquel lector definitivo, fanático, que fue Juan Carlos Onetti me contó una vez la emoción de ir por una calle de buenos aires leyendo una novela recién adquirida de William Faulkner, incapaz de contenerse hasta llegar a casa, hasta encontrar un banco en un parque. Cuando se tienen pocos libros, el único remedio contra la escasez es empezar de nuevo por la primera pagina a continuación de la ultima. A mí me paso eso, a los 12 años, cuando descubrí la isla misteriosa, de Julio Verne, en una de aquellas ediciones memorables de la colección historias. El vicio ha de ser alimentado, pero es un vicio tan feliz que la sustancia de la que se alimenta permanece intacta una vez consumida, incluso puede ser todavía más satisfactoria: Es una refutación de ese antipático dicho ingles según el cual no es posible comerse la tarta y seguir teniéndola. Yo llegaba al final de la isla misteriosa y como no tenia ningún otro libro a mano volvía al primer capitulo, y la escena magnifica de los fugitivos que viajan en un globo arrastrado por un huracán era todavía más apasionante. ¿Cuántas veces puede uno leer un poema que le gusta mucho teniendo la sensación de que lo lee por primera vez? Pero la poesía, en su sentido mas alto, no es un genero literario, sino el ingrediente supremo de toda literatura, la nicotina que nos la vuelve adictiva, la dosis de uranio de la que se desprende una radiación perpetua, activa a lo largo de siglos, de milenios, tan poderosa que traspasa las distancias culturales y las barreras de los idiomas: hay tantos libros muertos que se escribieron ayer mismo, en nuestra misma lengua, y, sin embargo, Edipo rey, o la Iliada, o una oración egipcia para invocar a los muertos nos afectan con su radiactividad inmediata, brillan en la oscuridad como aquel mineral de uranio que los esposos curie investigaban en su laboratorio.
El lector vicioso puede leerlo todo. 'Yo soy aficionado a leer hasta los papeles rotos de las calles', dice en una confesión conmovedora nuestro Miguel de Cervantes, que no en vano invento al primer héroe consumado de la lectura. Uno lee hasta los papeles rotos de las calles, los letreros de las tiendas, la novela barata de intriga que encuentra un día olvidada en el asiento contiguo del tren; pero aprende también a distinguir lo que le gusta mucho de lo que no le gusta nada, y poco a poco se va formando un criterio que puede ser a la vez exigente e indiscriminado. Hay tantas variedades posibles en el placer de la lectura, tantas maestrías diversas, que cualquier prejuicio es una segura equivocación. El lector vicioso es entusiasta y apasionado, pero no es arrogante, porque lo ultimo que haría es exhibir el numero de sus lecturas o pavonearse de ellas y mirar desde arriba a quienes no las comparten. El numero de las obras maestras es muy amplio, de modo que cada lector tiene un espacio de soberanía en el que escoger las que a él mas le importan. Cada lector es soberano de su reino privado, y los descubrimientos que alguien en particular hace en un libro, otra persona puede hacerlos en otro. Uno quiere transmitir sus entusiasmos, no ejercitar el desprecio, y menos todavía condecorarse con el merito de lo que ha leído, o, peor aun, convertirse en un impostor o en un comisario político, o ponerse por encima de los que no pertenecen a su cofradía.
El lector vicioso no tiene una cofradía: por una parte, esta solo en su deleite, que es completamente desinteresado; por otra, su fraternidad se extiende ecuménicamente al numero inmenso de los desconocidos con los que comparte su pasión. Y además, gustándole tanto los libros, el buen lector sabe que los libros no lo son todo, y que hay que desconfiar del que, mostrándose muy sensible a ellos, es indiferente al dolor o a la misma existencia de las personas de carne y hueso. Esta advertencia es importante en un país como España, en el que la malevolencia y la mala leche tienen un prestigio intelectual que a mí me parece cada DIA más inexplicable. Un canalla que lee a Proust no es menos canalla. Incluso cabe la duda de si es posible ser un canalla y amar a Proust.
Otros vicios se amortiguan con el tiempo o se vuelven impracticables para quien se dejo estragar por la mala vida. Después de cuarenta y tantos años de ejercer con permanente alegría y extremada constancia este vicio mío, cada día tengo la impresión de disfrutar mas de él, y mi único disgusto es el de pensar que nunca podré leer todos los libros que quisiera. 'Le vice impuni', le llamo Valery Larbaud; el vicio sin castigo. Ahora mismo pienso en el libro que leeré esta noche en la cama exactamente con la misma ilusión con que esperaba hace muchos años el sobre de tebeos que mi padre o mi madre me iban a traer cuando volvieran a casa. Ese libro recién abierto que desde las primeras líneas ya nos gusta tanto es un don que nunca estamos seguros de habernos merecido.
Publicado en El País Semanal el día 18 de diciembre de 2005, a propósito del último libro de Alberto Manuel, Historia de la lectura.
(Las faltas de ortografía, si existen, son a causa de la traslación)
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