Un texto de Philip Roth, La historia detrás de "La conjura contra América”, infamemente pirateado por quien suscribe.
(Texto PHILIP ROTH; traducción ANTONIO LOZANO)
En diciembre del año 2000 estaba leyendo las pruebas de la autobiografía de Arthur Schlesinger y me sentí especialmente atraído por su descripción de los acontecimientos que tuvieron lugar entre finales de los años 30 y principios de los 40, sucesos que incidieron en su juventud, primero durante sus viajes por Europa y, también más tarde, de regreso a Cambridge, Massachusetts.
A mí también me habían afectado aunque, por aquel entonces, apenas era un crío. El ancho mundo penetraba en nuestro hogar a diario a través de los boletines radiofónicos que mi padre escuchaba con regularidad, de los periódicos que traía a casa al final del día y de las conversaciones que mantenía con amigos y familiares -que mostraban su tremenda preocupación por lo que tenía lugar en Europa y aquí, en Norteamérica-. Antes incluso de ir al colegio, algo sabía ya acerca del antisemitismo nazi y del norteamericano, atizado, de una u otra manera, por figuras eminentes como Henry Ford y Charles Lindbergh, quienes, por aquellos años, junto con estrellas de cine como Chaplin o Valentino, se contaban entre las mayores celebridades del siglo a escala internacional. El genio del motor a combustión, Ford, y el as de la aeronáutica, Lindbergh -y el pastor nacional de la propaganda antisemita, el cura locutor Charles Coughlin- eran anatemas para mi padre y su círculo de amistades. Prácticamente nadie en nuestro barrio judío poseía un Ford, pese a ser el coche más popular del país.
Me topé con una frase en la que Schlesinger comentaba que hubo algunos republicanos aislacionistas deseosos de promover a Lindbergh como candidato a la Presidencia en 1940. Eso era todo cuanto había, esa única frase sobre Lindbergh y un hecho del que no tenía conocimiento. Esto me hizo pensar qué habría pasado si lo hubieran hecho, y anote la pregunta en el margen. Entre la escritura de ese interrogante y el libro finalizado transcurrieron tres años de trabajo, pero así nació la idea.
Explicar la historia de la presidencia de Lindbergh desde el punto de vista de mi propia familia fue una decisión espontánea. Alterar la realidad histórica convirtiendo a Lindbergh en el trigésimo tercer presidente de los Estados Unidos, al tiempo que todo el resto se mantenía lo más parecido posible a la verdad actual: así veía yo la tarea. Quería hacer genuina la atmósfera de los tiempos, presentar una realidad tan auténticamente norteamericana como la del libro de Schlesinger, incluso si, al contrario que él, otorgaba a la historia un giro que nunca se produjo. El libro me brindaba también la oportunidad de traer a mis padres de vuelta de la tumba y devolverlos al momento álgido de sus facultades, cuando ambos estaban al final de la treintena -mi padre con esa vasta energía que era capaz de verter sobre lo que yo llamo sus "instintos reformadores" y mi madre "actuando cada día con metódica oposición al flujo rebelde de la vida,"-, y luego imaginar cómo habrían respondido a la enorme presión de una crisis judía -que nunca tuvieron que afrontar, como nativos de Nueva Jersey que, por fortuna, vivieron toda su existencia sin un ario defensor de la supremacía blanca en la Casa Blanca-. He intentado retratarlos con la máxima fidelidad posible, como si no se tratara de ficción.
¿Y si Lindbergh se hubiera presentado?
A mi hermano lo he compuesto con menor apego a la verdad. Por el bien de la historia, he tenido que manipularlo un poco. Cuando leyó el manuscrito definitivo, me comentó con astucia: "Me has hecho más interesante de lo que era". Quizás sí, quizás no, pero yo era cinco años menor que ese chico capaz de dibujar maravillosamente y de bailar al ritmo del jazz o del bugui-bugui, muy apuesto y que parecía tener cierta mano con las chicas, o al menos así lo veía su hermanito. El ciertamente ejercía sobre mí la influencia reverencial e inspiradora que describo. Así pues, la obra me puso en contacto con mis difuntos padres no menos que con la época y, a la postre, con el tipo de chiquillo que había sido, porque a él también intenté retratarlo con fidelidad.
Sin embargo, la mayor recompensa al escribir la historia y lo que le otorga su pathos no fue la resurrección de mi familia hacia 1941, sino la invención de la familia que vive en el piso de abajo, los trágicos Wishnow, en quienes el peso del antisemitismo recae con toda su fuerza. La invención, particularmente, del benjamín de los Wishnow, Seldon, ese niño agradable, solitario y menudo de tu clase al que siempre evitabas, cuando tú también eras niño, porque exigía de ti una forma de amistad que alguien de su misma edad no podía soportar. Él es la responsabilidad de la que no le puedes desprender. Cuanto más deseas perderlo de vista, menos puedes, y cuanto menos puedes, más lo deseas. Y que el pequeño de los Roth quiera sacárselo de encima es lo que conduce a la tragedia del libro.
No disponía de modelos literarios para recrear el pasado. Estaba familiarizado con títulos que imaginaban el futuro, sobre todo con 1984, pero, por mucho que lo admire, no me tomé la molestia de releerlo. En 1984 -escrito en 1948 y publicado un año después-, Orwell presupone una gigantesca catástrofe histórica que vuelve su mundo irreconocible. Tanto la Alemania hitleriana como la Rusia estalinista brindaban modelos anclados en el siglo XX para semejante catástrofe. Sin embargo, mi talento no está hecho para tabular sobre eventos a gran escala. Proyecté algo pequeño, lo suficientemente pequeño para ser creíble, o al menos eso esperaba; algo que hubiese podido ocurrir en las elecciones a la Presidencia norteamericana de 1940, momento en que el país estaba ferozmente dividido entre republicanos aislacionistas -quienes, no faltos de razón, no querían formar parte de una segunda guerra europea, y que con probabilidad representaban a una ligera mayoría de la población- y demócratas intervencionistas -que no necesariamente deseaban ir a la guerra, mas pensaban que Hitler debía ser detenido antes de que invadiera y conquistara Inglaterra y Europa acabara siendo por entero fascista en sus manos-. Willkie no era el republicano llamado a vencer a Roosevelt en 1940, porque él mismo era intervencionista. ¿Pero y si Lindbergh se hubiese presentado? Con su aura joven y varonil. Con todo su glamour y su celebridad, encarnación práctica del primer gran héroe norteamericano que deleitó al país en el marco de la emergente sociedad del espectáculo. Y con unas inamovibles convicciones aislacionistas que lo comprometían a mantener nuestra nación fuera de esa horrible contienda... No creo inverosímil un resultado electoral como el que propongo en el libro: Lindbergh privando a Roosevelt de su tercer mandato. Orwell estaba lejos de la plausibilidad al dibujar el mundo como lo hizo, pero era consciente de ello. Su libro no era una profecía. Era una historia futurista de terror que contenía, por descontado, una advertencia política. Orwell divisó un enorme cambio en el futuro con consecuencias horrendas para todos; yo intenté tabular sobre un pequeño cambio en el pasado con consecuencias horrendas para unos pocos. Él imaginó una distopía; yo, una ucronía.
A hombros de un crío
¿Por qué escogí a Lindbergh? Reitero que no era descabellado verlo como candidato y vencedor electoral. Pero lo postulé como líder político en una novela en la que deseaba que los judíos norteamericanos sintiesen la presión de una genuina amenaza antisemita. Lindbergh se distinguió no solo por su aislacionismo, sino por su actitud racista hacia los judíos -que se refleja de forma nada ambigua en sus discursos, diarios y correspondencia. En el fondo de su corazón creía en la supremacía blanca y -dejando a un lado casos aislados de
amistad con Judíos sueltos, por ejemplo Harry Guggenheim- no consideraba a los judíos, tomados como grupo, en un mismo plano de igualdad genética, moral o cultural que los nórdicos blancos como él, y tampoco ciudadanos norteamericanos deseables, si no era en pequeñas cantidades. "Todo esto no significa que, si hubiera llegado a la Presidencia, se habría vuelto contra ellos y los habría perseguido abiertamente, pero el caso es que tampoco procede así en mi novela. En ella no importa tanto lo que hace (que es muy poco: firmar el pacto de no-agresión con Hitler pocas semanas después de la toma de posesión, dar luz verde a una embajada nazi en Washington y, un año después, ejercer de anfitrión junto a su esposa en una cena oficial en honor de Von Ribbentrop, ministro de Asuntos Exteriores de Hitler) como lo que los judíos norteamericanos sospechan, con acierto o no, que sería capaz de hacer, a la luz de sus declaraciones públicas, más concretamente su vilipendio de los judíos, en el transcurso de una intervención radiofónica nacional, cuando los definió como belicistas extranjeros indiferentes a los intereses de Estados Unidos. Este discurso lo ofreció en Des Moines el 11 de septiembre de 1941 en el marco de un mitin de la campaña América Primero; en mi libro lo adelanté un año, pero no alteré su contenido ni su impacto.
En el centro de esta historia encontramos a un niño, yo mismo, entre los 7 y los 9 años. La historia está narrada por mí, un adulto que recuerda sucesos ocurridos sesenta años atrás, experiencias de su familia durante la presidencia de Lindbergh. Pero en este libro el chico juega un papel comparable al que normalmente tienen los adultos en mis otras novelas. A lo largo de los primeros meses de escritura, me encontré encorsetado por el hecho de mirar esta calamidad a hombros de un crío. Necesité diversos meses de prueba y error antes de descubrir la manera de dejar que el niño fuera un niño y, al mismo tiempo, introducir una inteligencia mediadora a través de la voz del adulto. La narración es muy directa en esta novela e intenté evitar que la perspectiva infantil y la adulta amortiguaran los hechos. De alguna manera, también tuve que hacer una sola voz de las dos, el adulto que ve lo general y el cerebro del niño que no puede ver nada más allá de su propia vida, sobre la que la realidad parece no posarse de forma abarcadora. Mientras el padre lucha contra el derrumbe de Norteamérica y contra la terrible invasión de la historia, el hijo sigue viviendo en el país heroico que muestra su colección de sellos y, de hecho, intenta escapar de la realidad huyendo de casa hacia un orfanato cristiano. Es un chico práctico en tiempos turbulentos; su mundo está hecho de miedos concretos e inmediatos.
Otro problema consistía en mantener explícita la voz narrativa del adulto sin que sonara didáctica al rememorar los imaginarios eventos históricos. A fin de cuentas, mis lectores no saben nada acerca de las partes que voy inventando, no existe un completo conocimiento compartido, de tal forma que, si bien uno puede aludir a Munich o al Tratado de Versalles, no puede hacer lo propio con el Acuerdo de Islandia (el pacto de no-agresión firmado en 1941 en Reykjavik entre Lindhergh y Hitler) sin explicarlo en detalle. Hay cuatro chicos con una fuerte presencia en el libro, uno de los cuales, el vecino de abajo, Seldon Wishnow, no es, como el pequeño de los Roth, un simple chaval de 9 años que se enfrenta a demasiados problemas, sino la figura más trágica del libro, un confiado niño norteamericano que sufre una experiencia cercana a la de los judíos europeos. No es el chico que sobrevive a la confusión para contar el relato, sino aquel cuya infancia es destruida. Es quien enlaza lo trivial con lo trágico en el libro; lejos de limitarme, su presencia me brindo la latitud.
El dictamen de la historia
Escogí al columnista Walter Winchell para que liderara la oposición política a Lindbergh porque, para empezar, el auténtico Walter Winchel] odiaba a Lindbergh y -junto a gente como el periodista Dorothy Thompson y el secretario de Interior de Roosevelt Harold Ickes- lo atacó por pro nazi desde el mismo momento en que se erigió en la voz no intervencionista del movimiento América Primero. Huelga decir que, al contrario que en mi libro, Winchell nunca fue candidato a la Presidencia. Escogí a Winchell para liderar la oposición política por lo que tuvo de desmedida criatura social,tal y como en mi novela el alcalde La Guardia comenta en una elegía sobre su figura: "Walter es demasiado ruidoso, Walter habla demasiado rápido, Walter habla demasiado, pero, en comparación, la vulgaridad de Walter es algo grande y el decoro de Lindbergh resulta espantoso". En definitiva, lo que quería era confrontar a Lindbergh no con un santo sino con un columnista cotilla, el más famoso columnista de chismes del país, ordinario y barato sin remisión, cuyos enemigos lo consideraban un bocazas judío. Winchell era a las habladurías lo que Lindbergh era al vuelo: el pionero rompedor de récords.
El libro arrancó de manera inadvertida, al modo de un experimento improvisado. No lo tenía en la cabeza ni era el tipo de obra que pretendía escribir. El tema, por no hablar del método, jamás se me habrían ocurrido por mí mismo. Con frecuencia escribo sobre cosas que no acontecieron, pero nunca sobre hechos históricos que no tuvieron lugar. En aquellos tiempos existieron la institucionalizada discriminación antisemita de la jerarquía protestante; el virulento odio hacia los judíos del Bund germanonorteamericano y del frente Cristiano; la repugnante supremacía cristiana predicada por Henry Ford, el padre Coughiin y el reverendo Geraid L.K. Smith; el ocasional desprecio a los judíos expresada por periodistas como Westbrook Pegler y Fulton Lewis, y el antisemitismo ciegamente narcisista y ario del propio Lindbergh. Pero en Estados Unidos no triunfaron, si bien muchas de las cosas que no acontecieron aquí sí lo hicieron en otros lados. El “y si”... de Norteamérica fue la realidad de Otros. Todo lo que he hecho ha sido despojar el pasado de su fatalidad, mostrando cómo las cosas podrían haber sido diferentes.
Por qué no ocurrieron es otro libro, uno sobre lo afortunados que somos los norteamericanos. Solo puedo reiterar que en los años 30 estaban esparcidas las semillas para que pasara lo peor, pero no fue así. Y los judíos acabaron siendo lo que son porque no fue así. "Todo aquello que los atormentaba en Europa jamás alcanzó aquí tales dimensiones. No me mueve la idea de que esto pueda ocurrir o que vaya a hacerlo; más bien la de que, en el momento en que pudo pasar, no lo hizo. La conjura contra Norteamérica es un ejercicio de imaginación histórica. Pero la historia tiene la última palabra. Y la historia actuó de otra manera.
Sin duda, en Estados Unidos hubo marginación; los judíos fueron deliberada y sistemáticamente excluidos de participar en ciertas ventajas, en determinadas afiliaciones, y se les impidió traspasar portales importantes a todos los niveles de la sociedad norteamericana. Y la exclusión es una forma primaria de
humillación, y la humillación es mutilación. Provoca un daño terrible en la gente, la retuerce, como cualquier minoría norteamericana puede atestiguar y como los mejores escritores de una minoría dejan patente en su trabajo (de forma demasiado evidente para la comodidad de los agitadores de minorías que parlotean sobre el orgullo). En este libro es la humillación la que contribuye a distanciar y casi fracturar a la familia, puesto que cada uno de sus miembros responde a esta de diferente manera. ¿Qué supone ser un hombre, una mujer y un niño, y resistir a la humillación? ¿Cómo puedes mantenerte fuerte cuando no eres bienvenido?
Algunos lectores van a desear tomarse este libro como un román á clef sobre el momento actual que atraviesa Norteamérica. Eso sería un error. Me propuse hacer exactamente lo que he hecho: reconstruir cómo podrían haber sido los años que van de 1940 a 1942 en el caso de que Lindbergh, en vez de Roosevelt, hubiese sido escogido presidente en las elecciones de 1940. No estoy fingiendo estar interesado en aquellos dos años, realmente lo estoy. Resultaron turbulentos en Estados Unidos porque fueron catastróficos en Europa. Todos mis esfuerzos imaginativos se encaminaron a reflejar esa realidad con plena intensidad, y no tanto para iluminar el presente a partir del pasado sino para iluminar el pasado a partir del pasado. Quise situar a mi familia frente a esta contingencia, imaginar precisamente cómo habría reaccionado en el caso de que la historia hubiese salido de la forma desviada en que la he presentado en el libro, y se hubiese visto superada por las fuerzas que he dispuesto contra ella- Fuerzas dispuestas contra ella entonces, no ahora.
Los libros de Kafka jugaron un papel relevante en la imaginación de los escritores checos que se opusieron al Gobierno títere de Rusia en la Checoslovaquia comunista de los años 6o y 70, un fenómeno que alarmó al Gobierno y lo llevó a prohibir la venta y la discusión de sus obras, que retiró de los estantes de las librerías. Obviamente no había sido con la intención de inspirar a esos futuros escritores que Kafka había escrito El proceso y El castillo a principios del siglo XX. La literatura da lugar a todo tipo de usos, tanto públicos como privados, pero uno no debe confundir esos usos con la realidad que un autor ha conseguido esforzadamente verter en una obra de arte. Dicho sea de paso, aquellos escritores praguenses eran bien conscientes de estar violando con plena voluntad la integridad de la implacable imaginación de Kafka, pese a lo cual siguieron adelante -y con toda su energía- con la explotación de sus libros, y se sirvieron de ellos para sus propósitos políticos durante una terrible crisis nacional.
El libro incluye un epílogo de veintisiete páginas con condensada información histórica y biográfica, lo que yo llamo la "verdad cronológica" de aquellos años. Ninguna otra de mis obras ha adjuntado nada que se parezca a este furgón de cola, pero me sentí obligado a señalar dónde tas vidas y hechos auténticos habían sido claramente manipulados en pro de mis intenciones ficcionales. No deseo que en la mente del lector se produzca confusión alguna acerca de dónde acaban los hechos históricos y empieza la imaginación, de forma que, en el epilogo, ofrezco un breve informe de aquella época tal y como fue. Quiero dejar claro que no he arrastrado a figuras históricas reales, bajo sus propios nombres, a mi relato, atribuyéndoles puntos de vista gratuitos o forzándolos a comportarse de forma reprobable (sí inesperada, sorpresiva, bella, chocante, pero no reprobable). Charles Lindbergh, Anne Morrow Lindbergh, Henry Ford, el alcalde La Guardia, Walter Winchell, Frankiin Delano Roosevelt, el senador de Montana Burton Wheeler, el secretario de Interior Harold Ickes, el gánster de Newark Longy Zwillman, el rabino de Newark Joachim Prinz... Yo tuve que creer que, dadas las circunstancias que había imaginado, cada uno de ellos bien podría haber hecho o dicho algo muy similar a lo que les hice hacer o decir; de lo contrario, no podría haber escrito el libro. Presento 27 páginas de evidencia documental que respaldan una irrealidad histórica de 362, con la esperanza de alejar al libro de la fábula.
La historia pide cuentas a todos, lo sepan o no, les guste o no. En libros recientes, incluyendo el presente, he tomado esto simple hecho de la vida y lo he magnificado, a la luz de los momentos críticos que he atravesado como norteamericano del siglo XX. Nací en 1933: el año en que Hitler llegaba al poder, Roosevelt inauguraba su presidencia, Fiorello La Guardia era escogido alcalde de Nueva York y Meyer Ellenstein se convertía en alcalde de Newark -el primer y único alcalde judío de mi ciudad-. De niño, en el aparato de radio de la sala de estar de mi casa, escuchaba las voces del Führer y del norteamericano padre Coughlin lanzando sus diatribas antisemitas. Combatir y ganar la Segunda Guerra Mundial fue el gran tema nacional entre diciembre de 1941 y agosto de 1945, en el corazón de mis años escolares, La Guerra Fría y la cruzada anticomunista ensombrecieron mis años de instituto y universidad, de la misma forma que el descubrimiento de la monstruosa verdad sobre el Holocausto y el inicio del terror de la era atómica. La Guerra de Corea, que acabó poco antes de que fuera llamado a filas, y la de Vietnam, con todo el revuelo doméstico que
desencadenó -junto con los asesinatos de líderes políticos norteamericanos- monopolizaron mi atención cada uno de los días en que estuve en la treintena.
El terror de lo imprevisto
Y ahora Aristófanes, que seguramente debe ser Dios, nos ha dado a George W. Bush, un hombre incapacitado para llevar una ferretería y mucho menos una nación como esta. Él me ha reafirmado en la máxima que ha sobrevolado la escritura de todos mis libros y que ha convertido nuestras vidas como norteamericanos en tan precarias como las de cualquiera: todas las garantías son provisionales, incluso aquí, en una democracia con doscientos años de vida. Pese a contar los norteamericanos con una poderosa república armada hasta los dientes, estamos en una emboscada tendida por la imprevisibilidad de la historia.
¿Puedo concluir con una cita de mi libro? "Lo implacablemente imprevisto, que había dado un vuelco erróneo, era lo que en la escuela estudiábamos como historia, una historia inocua, donde todo lo inesperado en su época está registrado en la página como inevitable. El terror de lo imprevisto es lo que oculta la ciencia de la historia, que transforma el desastre en épica." Al escribir estos libros he intentado reconvertir la épica en desastre, tal y como lo padecieron -sin conocimiento previo, sin preparación- personas cuyas expectativas como norteamericanos, si bien ni inocentes ni ilusorias, se encaminaban a algo muy diferente de lo que obtuvieron.
Philip Roth, traducción de Antonio Lozano
2 comentarios:
Para un Venezolano de estos días este articulo es como mínimo conmovedor independientemente del bando político que abrace, los de un lado diran que Roth sin pretenderlo nos da pistas de como nuestra tragedia puede en algun momento ser escrita como épica y los de la otra acera probablemente sientan que este "Gringo" y "Judío" no tiene brujulas politicas pero al menos da pistas de la inevitabilidad del proceso que estamos viviendo...versiones abundarán...
Muchas gracias, Portnoy por el "pirateo". Me ha encantado leer este artículo. La novela tiene tantas cosas pero entre ellas a los padres de Roth escritor por Roth. Qué maravilla.
Muchas gracias.
Bellén
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