15/9/05

Cinegética

El aleteo frenético de los pájaros asustados ya forma parte de esa insensible oscuridad que precede al frío metálico del cañón de la escopeta en la nuca. Antes, la luz del amanecer se extiende difusa entre jirones vaporosos. La niebla (inspirada, espirada) es un estado anímico que, desde nuestros pulmones, se expande por las vísceras hasta anquilosar los huesos. Dos veces oí la detonación. Dos veces alas negras invisibles batieron huidizas brumosa alborada. Mi unicidad ante el enemigo no consiguió alterarme, entonces ya formaba parte de la niebla como antes de la oscuridad, a la que ahora vuelvo para siempre. Éramos tres, eso fue mucho antes de ser cuatro. Éramos tres ante la huella de un pie en la arena. Ahora, en ese ahora que precede al ahora por fin desprovisto de temporalidad, sólo somos dos. Uno a cada extremo de la escopeta. Luego, en el principio que es el final, ya solo uno, mientras me desplomo sobre un lecho de agujas. Supongo que no pudimos superar la sensación inicial que nos produjo la huella de la bota en la nieve. Los tres aprestamos nuestras armas en defensiva triangularidad (espaldas frente a espalda, hombro contra hombro) oteando inciertos en busca del trasgresor, en busca de aquel que hoyaba nuestro terreno de caza perdido en los bosques helados perdidos en la montaña. Aunque nada era nuestro, un fondo de territorialidad nos dominaba. Todos podían cazar en la zona, nadie podía ser excluido, y, aunque conocíamos las normas, nos dejábamos llevar, sin apenas percibirlo, por una exclusividad feroz. El día transcurrió con el persistente recuerdo de la presencia invisible que no se materializó hasta que por la noche llegamos a la cabaña. Debo decir que es un tipo agradable a pesar de que ahora levante los percutores (¿Por qué es él, verdad? No puede ser otro. ¡Debe ser él!) y, si sirve de desagravio, jamás me cayó mal. Nos dejamos llevar por lo incómodo de la intrusión. Dimos rienda suelta a nuestra hostilidad (la que arrastramos con nosotros, de la que intentamos escondernos en esta montaña helada), nos comportamos como energúmenos hasta que él decidió que aquello debía solucionarse fuera, como caballeros, a la vieja usanza, sin vuelta atrás, quemando la cabaña y enfrentándonos a la fría realidad.
En fin, la niebla se disipa en el vacío, los sonidos se amortiguan alejándose de mí. Sólo el frío persiste, el frío ancestral que nos acunará por toda la eternidad. Pienso en lo que me alegré cuando volvíamos a la cabaña al ver luz en su interior y el olor de algo cocinándose lentamente. El calor esperado al regresar a casa. Luego empezamos a discutir. ¿Quién eres? ¿Qué es eso? ¿A eso llamas tu un conejo? Eso no es un conejo, ni siquiera tiene cola de conejo. Nosotros no cazamos conejos, eso se lo dejamos a los advenedizos de la ciudad. Manticoras, unicornios, hipogrifos... Además, es una mierda de conejo.

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Rescato este texto (que quizás merecería no haber sido invocado nunca de nuevo) para hablar (otro día, hoy no) sobre el tiempo narrativo, sobre el tiempo, sobre el espacio y el tiempo...

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