18/5/05

Los Mann

Thomas Mann y Katia Pringsheim Mann tuvieron seis hijos, todos ellos con inclinaciones artísticas. Estos son sus nombres y algunos de los campos en los que destacaron:
Erika Mann (1905-1969): escritora y actriz
Klaus Mann (1906-1949): escritor
Golo Mann (1909-1994): historiador y escritor
Monika Mann (1910-1992): escritora
Elisabeth Mann-Borgese (1918-2002): escritora, editora, fundadora del Instituto Internacional del Océano...
Michael Mann (1919-1977) músico.

Intentar definir con un par de palabras la vida, por ejemplo de Elisabeth, o de Klaus (quizás el más reconocido literariamente) es un completo absurdo. La verdad es que uno queda fascinado al comprobar de que manera el afecto a la cultura, al humanismo, es algo que debe nacer en el mismo seno de la familia, algo que se vive como algo natural desde la infancia. O, tal vez, los Mann fueron una familia especial y privilegiada, al estilo de los Buddenbrock.

El caso es que estas referencias literarias a propósito de la familia de Thomas Mann no son superfluas. Existe una íntima ligazón entre la vida del escritor y su obra literaria, o más bien, como quedará claro más adelante, la vida de Mann, la forma de estar en el mundo, se refleja y se impone en su narrativa.

Acabo de leer el libro Vergangenes und Gegenwärtiges, de Monika Mann, en traducción de A. Tomás Todoli para Plaza y Janés en 1968, bajo el título de Recuerdos de ayer y de hoy. Ni el libro ni la autora aparecen en el ISBN

Uno debe considerar que la intención original de Monika Mann al emprender este viaje por la infancia y los viajes que las circunstancias les obligaron a emprender queda truncado severamente. Después de la dedicatoria aparece la siguiente nota de la autora:

Mi padre murió el 12 de agosto de 1955. He puesto una cruz en el libro, que señala el momento en que recibí la triste noticia.

Y es cierto: En la página 96, rompiendo el ritmo de la narración, aparece dibujada una cruz. El tiempo, tan importante en todas las obras de Thomas Mann, irrumpe también en la novela de su hija. El tiempo, 12 de agosto de 1955, en que Monika decidió suspender su novela y darle un giro, que aunque se preveía no deja de ser doloroso, el tiempo, 1968, en que el editor español insertó la cruz, y el mío, el del lector del siglo Xxi que descubre una cruz y comprende, con estupor, que aquella cruz no pertenece al pasado, que aquella cruz dibujada el 12 de agosto de 1955 lo está desde las alturas de Davos, donde el tiempo transcurre de forma distinta a como lo hace aquí abajo, en los llanos lejos de La montaña mágica, y creemos que Trhomas Mann muere en cada página 96, que siempre acaba de morir en la página 96, aunque lo cierto es que vive en todas y cada una de sus páginas.

Inevitablemente cuando Monika Mann emprendió la escritura de Recuerdos de ayer y de hoy sabía que la figura de su padre sería un elemento fundamental de su obra. Quizás no suponía de que forma la gigantesca figura paterna acabaría desbordando las páginas de su novela, aunque sí que el amor que sentía por su padre, por su persona, era lo que fundamentaba su escritura.

Lo curioso de esta pequeña novela es que nos permite acercarnos a la figura de Thomas Mann desde su lado humano para comprobar como toda su vida estaba imbuida de literatura, como su carácter impregnaba todas sus obras. He escogido dos fragmentos interesantes en este sentido:

El esteta no podía cometer ninguna falta que atentase al decoro. Y para no dar rienda suelta a un sentimiento, podía llegar a revelarse como antiestético. El sentimiento salía de él como un elemento poderoso e invisible. Cuando sentía frío, no hacía «brrr». ni temblaba, sino que hacía mucho frío a su alrededor, simplemente. Se manifestaba siempre con fuerza elemental, en un plano estético. ¿Y la Naturaleza, y la materia? ¡Qué ordinario, qué atrocidad! Una terrible aversión le invadía con imponente majestuosidad; él, vencedor de la materia, reposaba en el espíritu, llegando a estetizar sus cuitas terrenas. Pero para estetizar algo, hacerlo agradable, ¿no es condición previa soportarlo, o quererlo? Y él amaba todo cuanto albergaba la Tierra, incluso aquello que le atormentaba. Su desdoblamiento se basaba en el amor, un amor fluctuante por la gran unidad de personas y cosas, por la inseparable unidad de los seres, y por el sagrado intercambio entre lo antitético. Por ello fue tan intensa su vida, y por la misma causa lo fue también su muerte; por ello, su vida estuvo impregnada de muerte, y su muerte plena de vida. (Pág. 107)


Intento seguir adelante con mis «recuerdos» de una manera ordenada. Instintivamente modifico el ritmo de la narración, procurando que, en medio de lo actual, con su elemental novedad, trascienda el ayer. La muerte de mi padre me resulta aún demasiado cercana para que deje de referirme a ella. Su presencia era muy intensa, y su ausencia sigue participando de esa intensidad. No obstante, su ausencia está llena del presente. Pero, ¿acaso no estaba su presencia colmada de ausencia? Su ser y su no-ser encajan de un modo maravilloso. A fin de cuentas, ¿dónde casan lo «particular» con lo manifiesto de un modo más armónico que en este caso? ¿Dónde se han aunado, de la forma más orgánica y en la más abierta universalidad, lo representativo, el comedimiento y la selección? ¿En quién en mayor intensidad que en su persona? Ciertamente, tiene mucho que ver con lo grandioso, porque en él se amalgaman los contrarios. En efecto, es básico para todo lo verdaderamente grande «albergar» valores opuestos: arriba-abajo, bueno-malo, duro-suave, dolor-felicidad, serio-broma, hermoso-feo, principio-fin, noche-día, vida-muerte... Así, no fue en modo alguno casual que la muerte le sorprendiera en el cénit de la vida. Poco antes de expirar, próximo a su octogésimo aniversario —con este motivo se dijo que un moribundo no debiera ser agasajado de tal modo—, decía, con sonrisa feliz y consternada: «Tengo la sensación de que mi vida se diluye en plena festividad, humorísticamente consoladora. Espero que no comience de nuevo.» Así, esa fortaleza de la vida recibía la santificación de la muerte. Por extraño que parezca —fantasmal es la palabra más adecuada (empleada con ironía)—, me vi obligada a deshacerme de ella. (Pág. 109)


Y una reflexión para aquellos que nos empeñamos en diferenciar a la persona del artista:

Yo diría que la obra de mi padre es más forma espiritualizada que espíritu modelado. No es cierto que la vida y la obra sean una dualidad; son (y ello es cierto en su caso) una unidad. ¿No estaba su vida_ como también su épica_ dominada por la forma, de modo que era más una forma vivida que una vida formada? La forma no le servía; para él era demasiado primaria. El orden, la amabilidad, la mesura, la paciencia, no eran simples medios, sino la quintaesencia con la que él adornaba la vida y el mundo de las ideas. (Pág. 119)

Leyendo el texto de la hija, descubro a Thomas Mann delineando amorosamente a sus personajes, con sus virtudes y defectos. Pero descubro también a Thomas Mann disfrazado de Ludovico Settembrini.


1 comentario:

mentecato dijo...

Un genial escritor T. Mann.