26/3/14

Los hermanos Tanner, de Robert Walser

Declaro, en esta turbia tarde primaveral, que no hablaré de Herisau ni colgaré la foto de Walser muerto en la nieve. Ni que Me había levantado para irme a casa; porque ya era tarde, y todo estaba oscuro, etc 
Como siempre, copio de la wikipedia: “Hijo de una familia numerosa, Walser abandonó la escuela a los 14 años y se irá de la casa paterna a los 17. Ejerció todo tipo de empleos para subsistir y paralelamente ir escribiendo: trabajó como empleado de banca, como sirviente o como secretario, lo que será decisivo en sus textos. (…) Se alojó en Berlín con su hermano, el pintor Karl Walser. Y entre 1907 y 1909, publicó tres grandes novelas: Geschwister Tanner, en 1907; Der Gehülfe, en 1908; y Jakob von Gunten, en 1909
Estamos lejos de Herisau, lejos de los microgramas, lejos de la ansiedad y las alucinaciones, lejos del informe que manifiesta que "El paciente confesó escuchar voces”.
Walser no tenía aún 30 años cuando se publicó Los hermanos Tanner.

Los hermanos de Walser, sobre todo Karl, el pintor, sobrevuelan las páginas de la novela transfigurados en miembros de la numerosa familia Tanner.
Los fantasmas de Biel, Basilea, Stuttgart y Zürich, ciudades donde vivió Walser, conforman la ciudad innominada de Los hermanos Tanner.
Los monótonos e insufribles trabajos que Walser desempeñó, pasan por las páginas de la novela, creando una subtrama de rebeldía ante la explotación laboral que al mismo tiempo se muestra como un alegato contra el sinsentido de la vida asalariada.
No quiero decir con esto que Los hermanos Tanner sea una narración autobiográfica. Pero los paralelismos entre la realidad (o aquellos hechos que conocemos a través de biografías y relatos de su vida) y la ficción nos hacen pensar que Walser pretendía exponer a través de la literatura una idea vital, un manifiesto sobre la libertad y el individuo, a partir de sus propias experiencias, a partir del sentimiento de un Yo que no se adapta a las exigencias de un sistema absurdo.

Al contrario, por ejemplo del Ulrich de El hombre sin atributos, un burgués de clase alta que no precisa ocupación, una situación constante en mucha literatura anterior y del siglo XX, el trabajo está permanentemente presente en Los hermanos Tanner. De hecho la novela se inicia con una ingenua-estrafalaria-arrogante petición de trabajo del joven Simon Tanner, personaje que constituye el foco narrativo. “Quiero ser librero”, “el oficio de librero me ha parecido siempre fascinante y no veo porque habría de consumirme más tiempo lejos de tan entrañable y hermosa ocupación”. Sin embargo, pocas páginas más adelante, Tanner se despide con estas palabras:



— Usted me ha desilusionado, y no ponga esa cara de sorpresa, ya es imposible cambiar nada: hoy mismo me iré de su tienda y le ruego que me pague mi sueldo. Déjeme terminar, por favor. Sé demasiado bien lo que quiero. En estos ochos días el trabajo en la librería se me ha vuelto aborrecible si ha de consistir en pasarse el día entero, desde la mañana hasta bien entrada la noche, mientras allá fuera brilla un suavísimo sol invernal, de pie junto a un escritorio, con el espinazo curvado porque el mueble es demasiado pequeño para mi estatura, y en escribir como cualquier amanuense de mala muerte, cumpliendo una labor que no se aviene nada bien con mi carácter. Puedo hacer cosas muy distintas, mi estimado señor librero, de las que aquí tienen a bien confiarme. Creí que en su tienda podría vender libros, atender a un público elegante, hacer una reverencia y decir adiós a los clientes que se dispusieran a abandonar la librería. También creí que tendría oportunidad de echar una ojeada a los arcanos del comercio de libros y captar al vuelo los rasgos del mundo en el rostro y la marcha del negocio. Mas no hubo nada de todo esto. ¿Cree acaso que mi juventud está atravesando un momento tan malo que me obligue a asfixiarla y encorvarla en una lanería perfectamente inútil? También se equivoca usted, por ejemplo, si piensa que la espalda de un joven está ahí para encorvarse. ¿Por qué no me asignó un buen escritorio o un pupitre decente, que se adaptara a mi talla? ¿No hay acaso magníficos escritorios de estilo americano? Si se quiere tener un empleado, digo yo, es preciso saber también instalarlo. Y esto es algo que usted, según parece, ignoraba. Sabe Dios todo lo que se le exige a un joven principiante: diligencia, fidelidad, puntualidad, tacto, lucidez, modestia, mesura, perspicacia y quién sabe cuántas cosas más. Sin embargo, ¿a quién se le ocurriría exigirle una virtud cualquiera a un señor jefe? ¿Debo acaso echar por la borda mis energías, mi deseo de hacer cosas, la alegría que me inspiro a mí mismo y mis brillantísimos talentos detrás del viejo, miserable y estrecho escritorio de una librería? No, antes que hacer algo así preferiría alistarme como soldado y vender totalmente mi libertad, para no volver a poseerla nunca más. No me gusta, estimado señor, poseer algo a medias; prefiero contarme entre los que nada tienen, al menos así mi alma aún será mía. Pensará que es poco decoroso hablar con tanta vehemencia y que éste tampoco es el lugar apropiado para hacerlo: pues bien, aquí me callo, págueme lo que me corresponde y no volverá a verme nunca más.

No quiero decir con esto que Los hermanos Tanner sea una novela (llamémosla) anti-sistema. En realidad no creo que lo sea. Es una novela muy personal, muy centrada en el individuo, focalizada en el personaje principal. Es cierto que la novela está dirigida por un narrador omnisciente, pero avanza prácticamente a través de los pensamientos y parlamentos de Simon Tanner. Luego, no se convierte en un mensaje individual contra el funcionamiento de la sociedad, sino la particular visión del mundo de un ser que se adapta con dificultad a las normas sociales, al mismo tiempo que se nos muestra en ocasiones veleidoso, inconstante, incongruente e incluso mentiroso:


A Klara: “Mi padre es hombre pobre pero feliz de vivir (…) Pero mi madre me dejó, y a mis hermanos mucho más que a mí, una serie de ideas al traerme a este mundo (…)  (nosotros, sus hijos) Vivimos dispersos por este mundo ancho y redondo, lo cual es una gran cosa porque todos tenemos temperamentos, sabe usted, que no soportarían una convivencia prolongada”

A la dama que le contrata para cuidar a su hijo: “Mis padres me dejaron un pequeño patrimonio que acabo de consumir hasta el último céntimo. Juzgaba innecesario trabajar. Y estudiar algo tampoco me apetecía. Sentía que un día era algo demasiado hermoso como para tener la insolencia de profanarlo trabajando. Ya sabe usted cuánto se pierde por culpa del trabajo cotidiano. Me sentía incapaz de consagrarme a una ciencia a cambio de renunciar al espectáculo del sol y de la luna al caer la tarde. Necesitaba horas para contemplar un paisaje vespertino, y he pasado noches enteras sentado en la hierba, en vez de en un escritorio o en un laboratorio, mientras a mis pies pasaba un río y la luna atisbaba por entre las ramas de los árboles. La sorprenderá escuchar esta confesión, pero ¿por qué habría de contarle una mentira?”


Ahí radica la cuestión, “¿por qué habría de contarle una mentira?”, o más bien ¿por qué Simon miente y es sincero al mismo tiempo? Miente respecto a su familia (o mintió la primera vez al hablar con Klara), pero es absolutamente sincero respecto a que “Sentía que un día era algo demasiado hermoso como para tener la insolencia de profanarlo trabajando”. 
¿Debemos creerle cuando dice que “Cuando veo trabajar a la gente me avergüenzo sin querer de no tener ninguna ocupación, pero creo que no puedo hacer más que sentir, precisamente, esa vergüenza. Tengo la sensación de que los días me los regala algún dios bonachón que se complace en tirarle algo a un haragán”?
¿O cuando afirma lo siguiente?

— Cuando voy a trabajar a las ocho de la mañana, me siento increíblemente solidario con todos los que también tienen que entrar a las ocho de la mañana. ¡Qué gran cuartel, esta vida moderna! Y no obstante ¡qué hermosa y rica en ideas es justamente esta uniformidad! Anhelamos constantemente algo que debería ocurrirnos, que debería salirnos al paso. ¡Es tan poco lo que poseemos! ¡Somos tan pobres diablos! ¡Nos sentimos tan perdidos en medio de todo ese culturalismo, de todo ese orden y esa exactitud! Subo los cuatro pisos por la escalera, entro, doy los buenos días y empiezo a trabajar. ¡Dios mío! ¡Qué poco debo rendir! ¡Qué pocos conocimientos se me exigen! ¡Qué poco parecen sospechar que también podría hacer cosas muy distintas! Pero ahora me viene muy bien esta espléndida falta de exigencias por parte de quienes me dan trabajo. Puedo pensar mientras trabajo, tengo grandes probabilidades de convertirme en pensador. ¡Pienso en usted con frecuencia! 

¿Podemos creer algunas de las cosas que dice a otros personajes? Para encontrar la característica principal del personaje central de Los hermanos Tanner debemos hacernos otra pregunta: ¿Qué define exactamente a Simon Tanner?

La respuesta es el (El) paseo.

Tanner deambula por la ciudad, por sus parques, por los montes. Incluso en una ocasión camina durante toda la noche en la oscuridad a través del campo… ¿por qué? 
No hay un motivo claro. El objeto no es llegar a un sitio concreto. Pasear constituye una alegoría de la vida. Ya sabemos cual es el destino que nos aguarda al final del camino. Lo importante es el paseo. Caminar. La forma en que recorremos el camino.
En El paseo, Walser ensalza esa forma de ver la vida. Hay cierta impostura en la actitud del caminante, una alegría falsamente desbordada, de admiración y perplejidad, pero es precisamente la que escoge para mostrarse ante los demás. Es una decisión vital y una actitud literaria. Algo parecido ocurre con Tanner, con Simon. Su actitud ante los demás puede ser cuestionada, pero es precisamente en esas caminatas donde Walser muestra verdaderamente al personaje y donde, quiero creer, es más afín a él y la novela toma un cariz más autobiográfico que en esas coincidencias circunstanciales autor-personaje.



Los fragmentos de Los hermanos Tanner de la traducción de Juán José del Solar para Siruela.

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