12/3/07

El astillero, de Juan Carlos Onetti


Han pasado varios años desde que leí por última vez al escritor uruguayo, pero recordaba como un territorio familiar ese lugar de eterna lluvia, herrumbroso y en ruinas, llamado Santa María. Y en él, moviéndose como una sombra derrotada, la figura de Larsen, Juntacadáveres.

(...) Continuó andando entre casas pobres, entre cercos de alambre con tallos de enredadera, entre gritos de cuzcos y mujeres que abandonaban la azada o interrumpían el fregoteo en las tinas para mirarlo con disimulo y esperar.
Calles de tierra o barro, sin huellas de vehículos, fragmentadas por las promesas de luz de las flamantes columnas de alumbrado; y a su espalda el incomprensible edificio de cemento, la rampa vacía de barcos, de obreros, las grúas de hierro viejo que habrían de chirriar y quebrarse en cuanto alguien quisiera ponerlas en movimiento. El cielo había terminado de nublarse y el aire estaba quieto, augural.
- Poblacho verdaderamente inmundo - escupió Larsen; después se rió una vez, solitario entre las cuatro lenguas de tierra que hacían una esquina, gordo, pequeño y sin rumbo, encorvado contra los años que había vivido en Santa María, contra su regreso, contra las nubes compactas y bajas, contra la mala suerte.


Llegué a Onetti antes que a Faulkner, a Santa María antes que a Yoknapatawpha, así que para mí todo el universo faulkneriano tenía ecos del lejano sur junto al río de La Plata


Al leer y releer a Faulkner es forzoso sospechar que su mirada era distinta a la nuestra, a la del común de los hombres, a la del común de los escritores. Detenida sobre paisajes, personas, circunstancias, veía algo más que lo percibido por nosotros. Dejando de lado lo que escribió por astucia o compromiso (Sartoris, Gambito de caballo, El intruso en la riña, Los rateros, etcétera) aquella mirada, cuando es totalmente faulkneriana tiene, sí, algo de ceguera y engaño. Aunque jamás recurra a lo sobrenatural, aunque parezca siempre aferrado a una realidad, nos deja la sensación de que el hombre sólo veía de verdad un mundo propio, introducido sin esfuerzo en los mundos universales y ajenos.
De: Confesiones de un lector "de 2.00 a 2.15 p.m"


No se pueden negar ciertas similitudes entre los territorios literarios de los dos escritores, sobre todo cuando Onetti jamás negó la influencia que sobre él tuvo la obra de Faulkner. Pero también es imposible imaginar dos mundos a los que separe mayor distancia que la que existe entre Santa María y Yoknapatawpha.
Cierto que en ambos la narración desprecia el orden temporal, que la palabra alcanza cotas literarias muy altas en ambos autores, que existe una dimensión trágica en las existencias de sus personajes condenados por la pertenencia a un espacio, que los narradores que emplean ambos autores funcionan como demiurgos omniscientes, ... pero aquí ya se intuye una primera distinción. El narrador colectivo que introduce Onetti, un “nosotros” que simboliza a los habitantes de Santa María, no tiene igual en Faulkner. Es cierto que esa omnipresencia colectiva se intuye en muchos pasajes de algunas novelas de Faulkner, que esa entidad colectiva es quien, por ejemplo, destruye moralmente al reverendo Hightower en Luz de agosto. Pero Onetti consigue dar consistencia literaria a un metanarrador que va más allá de lo omnisciente convirtiéndolo al mismo tiempo en un personaje más.
Después está la esperanza... Lena Grove, los sirvientes de los Compson, los redneck que aparecen en muchas de sus obras, todos ellos en cierta manera “perseveran”. No sujetos a la maldición que acarrea la tierra, a su posesión, los habitantes de Yoknapatawpha “perseveran”. Sin embargo Santa María parece un lugar en el que todos sus habitantes están condenados por vivir en él, al mismo tiempo que la naturaleza rechaza con violencia cualquier intento de ser conquistada. Y los personajes de Onetti saben de la inutilidad de esa conquista, conocen el fracaso que produce oponerse a la Naturaleza que oxida el astillero, pudre Santa María y corroe a sus habitantes convirtiéndoles en miserables que se abandonan a su destino. Y ahí la fuerza del narrador colectivo como símbolo de los condenados al infierno.
En Dejemos hablar al viento ( si no recuerdo mal) uno de los personajes se empeña en pintar una ola precisa frente a un mar embravecido, y ese esfuerzo estéril es el que predomina en la obra de Onetti: La mortalidad (o quizás la inutilidad de la vida) del ser humano frente a una Naturaleza hostil.
Los personajes de Onetti conocen su situación. Sus amagos de rebeldía son simples poses ante sus vecinos, sus proyectos de ordenar y rescatar un mundo que se desmorona, ficciones para llenar el absurdo de la vida.
Además, siempre llueve en Santa María. Una lluvia que desgasta el alma de sus habitantes y los hace caminar como pesadas sombras sin esperanzas. Una lluvia que corroe y oxida.

8 comentarios:

Daniel Pelegrín dijo...
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
Daniel Pelegrín dijo...

Supongo que también les pasa a otros: cuando leo a Onetti o a Faulkner se me despiertan las ganas de escribir. Con Cortázar también me pasa, y con Lobo Antunes, y a veces con Juan Goytisolo. Son ese tipo de autores que tienen magnetismo, ya sea por su visión del mundo, por su estilo, por la estructura y recursos narrativos de sus novelas. Luego a medio párrafo uno de repente se sorprende onettiando, faulkneriando, cortazareando, etcétera, y da una rabia...

Enrique Ortiz dijo...

Me he quedado de piedra con tu entrada: es soberbia, magnífica. Para mí son dos autores esenciales, quizá los únicos esenciales en mi formación .Llegué a ellos al contrario que tú: primero a Faulkner, más tarde a Onetti. Me ha gustado e interesado lo que comentas del narrador colectivo en Onetti. Nunca había pensado en ello y le da una nueva perspectiva que puede enriquecer, mucho, las futuras relecturas. Para mí es esencial en ambos algo muy importante: que el narrador, a pesar de la omnipotencia que comentas, está tan perdido como el lector, que va a ciegas, que duda, que desconoce y no sabe. He ahí la modernidad de ambos, su grandeza. Un saludo.

L dijo...

Maravilloso el post de hoy.

Anónimo dijo...

Magnífico el post de hoy, desde luego.
En mi caso he descubierto primero a Faulkner y después a Onetti, y uno de los aspectos que me llamó la atención de este último fue el narrador colectivo que cita Portnoy:
"El narrador colectivo que introduce Onetti, un “nosotros” que simboliza a los habitantes de Santa María, no tiene igual en Faulkner."
Sin embargo, ese narrador colectivo lo había visto previamente en varios relatos de Faulkner, como Una rosa para Emily, o algunos de Gambito de caballo. Y me gustó mucho ese tipo de narrador. Y aunque Faulkner no lo llevó a sus novelas, pienso que sí es un aspecto más de su influencia en la obra de Onetti.

Portnoy dijo...

Cuánta exageración...
:-)
En fin, Valdecuélabre me ha pillado con el pie cambiado. Es cierto que En una rosa para Emily Faulkner emplea el recurso del narrador colectivo.
Cuando comenté que no lo desarrollaba plenamente me refería a los relatos de Gambito de caballo (que debo repasar) y a las novelas del ciclo de los Snopes en las que el narrador colectivo siempre aparece personificado en la voz de uno de los tres narradores que se alternan (Ratliff, Mulligan y Stevens)
En Onetti esa voz es más impersonal, es un "nosotros" que condena en vez de narrar, una voz que usa de forma distinta a como lo hizo Faulkner... de ahí, supongo, el error (y a la pereza y a la desmemoria y...)
Un saludo y gracias por vuestros comentarios.

Anónimo dijo...

Lei a Juan Carlos Oneti hace ya más de treinta años, en una ciudad fría y lluviosa en la que no quería estar, porque no tenía padres, hermanos, amigos y había perdido a mi novia. El tono de la novela se adecuaba a la atmósfera que me rodeaba cuando me dirigía a mi casa, una pocilga rentada, de dos cuartuchos, compartida con mi abuela, las pulgas y las chinches. Las calles eran de tierra, desparejas, con poca luz, y la historia del asesinado en la esquina donde yo daba vuelta para llegar a mi domicilio por las noches. En esa esquina recordaba la historia, que me habían contado antes, del hombre agonizante con las tripas fuera de su estómago, sosteniéndolas desesperadamente con sus manos ensangrentadas y el terror y la incertidumbre dibujados en su rostro fantasmal, y no sentía miedo sino piedad por él y hasta me parecía haberlo conocido. Hacía frío, había niebla y llovizna depositando su óxido en los clavos de las casas de madera, charcos, lodo, y en mi mano entumecida El astillero de Juan Carlos Oneti. Qué bueno que me lo recordaste, lo volveré a leer. Saludos. Ladumba

Portnoy dijo...

Ladumba, no te hace falta releer el Astillero... por lo que dices ¡lo has vivido!
magnífico comentario, muchas gracias