Lo que sigue no debe considerarse estrictamente una reseña. Formaría parte de un todo más ambicioso en elaboración del que todavía no estoy demasiado convencido. Debe leerse, pues, como parte de una narración.
Hay películas en las que su vacuidad narrativa nos empuja a interpretaciones fuera del contexto temático de su trama, a inventar segundas lecturas, a imaginar subtramas alegóricas quizás sin ningún fundamento. Tal vez estas consideraciones digan más acerca de quien las postula que de la obra comentada. En el fondo, nada de esto es lícito. Pero aún así…
Fijémonos por ejemplo en El luchador ("The Wrestler", 2008) de Darren Aronofsky. La narración se centra en la figura de un maduro luchador de lucha libre o wrestling, en pleno declive. Su completa inoperancia ante la vida le hace aferrarse a una profesión en la que, prácticamente, a causa de su edad, nada tiene que hacer. El tiempo y la decrepitud no funcionan de manera simbólica, sino que son constancias de su propio transcurso y anuncios sin esperanzas de un futuro vacío. Se tiene la vaga sensación viendo la película que la historia que se nos cuenta ya ha sido narrada en multitud de ocasiones en otros ámbitos sociales, como el boxeo y el crimen organizado. La “novedad” en el caso de Aronofsky es situar la narración en un campo, el de la lucha libre, en el que todo esta basado en una representación maniqueísta a través de falsos, en cuanto amañados, combates. Esta simulación de lucha no resta méritos a los deportistas que la ejecutan, pero convierte a todo el espectáculo en una farsa en la que el espectador toma parte aceptando la realidad de lo que está viendo, aun sabiendo que todo ello, incluso su actitud, no es más que una ficción. En realidad los hombres que combaten sobre el ring y los espectadores que lo contemplan, forman parte de una comedia basada en el enfrentamiento de los distintos valores morales que cada uno de los luchadores representa: El Bien contra el Mal, la Integridad contra la Doblez, el Patriotismo contra los Invasores. El guión de toda esta representación teatral basada en las aptitudes atléticas de sus ejecutantes y en la entrega sin concesiones de sus espectadores, conlleva en última instancia, a través de sucesivos giros argumentales que intentan aumentar la tensión dramática de un evento que se sucede a lo largo del tiempo, como un folletín que se desarrolla por entregas en distintos cuadriláteros, el triunfo de los valores positivos o destacables de la sociedad en la que se representan los combates. Una ficción que ofrece a sus espectadores la esperanza o la creencia en un mundo justo, que posiblemente no encontrarán cuando transpongan las puertas del estadio una vez finalizado el combate.
Como lo que se nos muestra en El luchador es una historia cinematográfica recurrente, por no decir sobada, con la peculiaridad de estar ambientada en un entorno en el que reina la falsedad y la representación (en ocasiones a través de pésimos actores), creo que es posible preguntarnos si lo que estamos viendo tiene un sentido simbólico.
En la teoría de El luchador como analogía de la realidad, el personaje de Mickey Rourke, Randy 'The Ram' Robinson, representaría a los Estados Unidos. Un luchador avejentado que no sabe hacer otra cosa más que simular peleas en el ring, que vive de sus míticos enfrentamientos con otro luchador, alineado en el bando del Mal, no casualmente, al menos para nuestra teoría, apodado El Ayatollah. The Ram, el ariete o el carnero en una doble interpretación de su apodo que aúna lo combativo y lo místico, a pesar de su edad, continúa en el circuito de la lucha libre usando sus más viejos trucos, entre ellos la autolesión, el combate de fuerzas opuestas e iguales que parece no tener fin y en la que ambos contendientes demuestran su capacidad de soportar el dolor, grapadora mediante, el amaño de combates ante contendientes más jóvenes que todavía deben perder. Todo ello para demostrar que tiene la suficiente fuerza para volver a oponerse a su rival ancestral, el Ayatolá, símbolo del enfrentamiento, real o impostado, por antonomasia de nuestros tiempos.
Las relaciones sociales de Randy pueden ser interpretadas también dentro de esta analogía: Su integración en el mundo civil es para el luchador una especie de afrenta que no puede soportar; su relación con su hija pone de manifiesto su incapacidad para abandonar su mundo beligerante; la única relación que mantiene es con una bailarina de striptease, un personaje interpretado por Marisa Tomei y que puede representar tanto la Libertad, como la Paz, a la que Randy quiere en exclusiva, descartando todo matiz sentimental, pero que debe compartir con el resto del mundo.
Toda alegoría tiene un objetivo moral y ejemplar. En El luchador, Randy The Ram, o, quizás, los Estados Unidos, aun herido de muerte y poniendo en riesgo su propia vida, debe rechazar las ofertas de Paz y Libertad y entregarse a lo que verdaderamente y desde siempre sabe hacer con tanta eficacia, luchar y luchar y luchar.
Lo que no me queda claro en este remedo de analogía es si finalmente se elogia la actitud de Randy o simplemente se limita a mostrar el estado de las cosas.
Hay películas en las que su vacuidad narrativa nos empuja a interpretaciones fuera del contexto temático de su trama, a inventar segundas lecturas, a imaginar subtramas alegóricas quizás sin ningún fundamento. Tal vez estas consideraciones digan más acerca de quien las postula que de la obra comentada. En el fondo, nada de esto es lícito. Pero aún así…
Fijémonos por ejemplo en El luchador ("The Wrestler", 2008) de Darren Aronofsky. La narración se centra en la figura de un maduro luchador de lucha libre o wrestling, en pleno declive. Su completa inoperancia ante la vida le hace aferrarse a una profesión en la que, prácticamente, a causa de su edad, nada tiene que hacer. El tiempo y la decrepitud no funcionan de manera simbólica, sino que son constancias de su propio transcurso y anuncios sin esperanzas de un futuro vacío. Se tiene la vaga sensación viendo la película que la historia que se nos cuenta ya ha sido narrada en multitud de ocasiones en otros ámbitos sociales, como el boxeo y el crimen organizado. La “novedad” en el caso de Aronofsky es situar la narración en un campo, el de la lucha libre, en el que todo esta basado en una representación maniqueísta a través de falsos, en cuanto amañados, combates. Esta simulación de lucha no resta méritos a los deportistas que la ejecutan, pero convierte a todo el espectáculo en una farsa en la que el espectador toma parte aceptando la realidad de lo que está viendo, aun sabiendo que todo ello, incluso su actitud, no es más que una ficción. En realidad los hombres que combaten sobre el ring y los espectadores que lo contemplan, forman parte de una comedia basada en el enfrentamiento de los distintos valores morales que cada uno de los luchadores representa: El Bien contra el Mal, la Integridad contra la Doblez, el Patriotismo contra los Invasores. El guión de toda esta representación teatral basada en las aptitudes atléticas de sus ejecutantes y en la entrega sin concesiones de sus espectadores, conlleva en última instancia, a través de sucesivos giros argumentales que intentan aumentar la tensión dramática de un evento que se sucede a lo largo del tiempo, como un folletín que se desarrolla por entregas en distintos cuadriláteros, el triunfo de los valores positivos o destacables de la sociedad en la que se representan los combates. Una ficción que ofrece a sus espectadores la esperanza o la creencia en un mundo justo, que posiblemente no encontrarán cuando transpongan las puertas del estadio una vez finalizado el combate.
Como lo que se nos muestra en El luchador es una historia cinematográfica recurrente, por no decir sobada, con la peculiaridad de estar ambientada en un entorno en el que reina la falsedad y la representación (en ocasiones a través de pésimos actores), creo que es posible preguntarnos si lo que estamos viendo tiene un sentido simbólico.
En la teoría de El luchador como analogía de la realidad, el personaje de Mickey Rourke, Randy 'The Ram' Robinson, representaría a los Estados Unidos. Un luchador avejentado que no sabe hacer otra cosa más que simular peleas en el ring, que vive de sus míticos enfrentamientos con otro luchador, alineado en el bando del Mal, no casualmente, al menos para nuestra teoría, apodado El Ayatollah. The Ram, el ariete o el carnero en una doble interpretación de su apodo que aúna lo combativo y lo místico, a pesar de su edad, continúa en el circuito de la lucha libre usando sus más viejos trucos, entre ellos la autolesión, el combate de fuerzas opuestas e iguales que parece no tener fin y en la que ambos contendientes demuestran su capacidad de soportar el dolor, grapadora mediante, el amaño de combates ante contendientes más jóvenes que todavía deben perder. Todo ello para demostrar que tiene la suficiente fuerza para volver a oponerse a su rival ancestral, el Ayatolá, símbolo del enfrentamiento, real o impostado, por antonomasia de nuestros tiempos.
Las relaciones sociales de Randy pueden ser interpretadas también dentro de esta analogía: Su integración en el mundo civil es para el luchador una especie de afrenta que no puede soportar; su relación con su hija pone de manifiesto su incapacidad para abandonar su mundo beligerante; la única relación que mantiene es con una bailarina de striptease, un personaje interpretado por Marisa Tomei y que puede representar tanto la Libertad, como la Paz, a la que Randy quiere en exclusiva, descartando todo matiz sentimental, pero que debe compartir con el resto del mundo.
Toda alegoría tiene un objetivo moral y ejemplar. En El luchador, Randy The Ram, o, quizás, los Estados Unidos, aun herido de muerte y poniendo en riesgo su propia vida, debe rechazar las ofertas de Paz y Libertad y entregarse a lo que verdaderamente y desde siempre sabe hacer con tanta eficacia, luchar y luchar y luchar.
Lo que no me queda claro en este remedo de analogía es si finalmente se elogia la actitud de Randy o simplemente se limita a mostrar el estado de las cosas.
1 comentario:
Las ideas que me surgen tras finalizar tu ¿no-reseña?¿futurible texto extendible?, son excesivas para la cortesía de un comentario. Veremos si me aclaro un poco. No he tenido tiempo de escribirte con brevedad.
Hay una serie de conexiones indudables en numerosísimas películas, novelas, teleseries o vidas de artistas: el cansino proceso de educación, frustración, aprendizaje por las bravas y redención, con o sin recompensa.
The Wrestler es una piedra más en una construcción incesante de un gigante herido y sus pies de barro. Gran Torino, o los cómics de Frank Miller, por no alejarnos demasiado, son apoteosis del masoquismo orgulloso, de la derrota como conquista. No se trata de una conquista de lo inútil, al decir de Werner Herzog; es algo más: es una demostración, una prueba de inocencia. La muerte es poca cosa entre personajes más grandes que la vida, y por tanto, sin lugar en el devenir que prescinde de los mitos en su vida diaria, pero los recupera en todo momento de necesidad arcádica. En ese aspecto, Centauros del desierto es todo un ejemplo de la inadaptación a lo real, como vuelve a demostrarse en El hombre que mató a Liberty Valance.
Darren Aronofsky, en casi todos sus largometrajes, nos ofrece personajes sometidos por obsesiones que les conceden todo lo que tienen de especial, siendo al tiempo su maldición. Sobreponerse a la amenaza es una muerte necesaria de todo lo que los diferencia. Y así les va, por supuesto. Cuando vi Black Swan no esperaba encontrarme con una película de terror con pasos de baile, pero no pensé que estaba viendo un tejido de metáforas. Con The Wrestler, lo que apuntas es muy sugerente, pero preferiría verlo como un detalle minúsculo, metonímico, de algo más, algo que va mal, sin duda, pero no como una metáfora demasiado explícita (si lo hiciera, me temo que leería toda su filmografía como un Schrader/Millius "aggiornato", y no se trata de ser injustos con los tres)
Harold Bloom tiene en la religión americana un rápido vistazo a esa deificación del deseo tan presente en las narraciones de ese país.
Ahora que lo pienso, se trata de una narración de carácter sincretista, que parte del mito de Prometeo, con el objeto de sentirse pionero, ladrón del fuego; castigado y sacrificado por su arrojo y generosidad (dolor, penitencia), y rescatado del tormento por otra versión del héroe, que no deja de ser el mismo de antes, en un proceso aberrante de autofagocitación. En el aspecto que señalas, figuras como la de Ram son excrecencias, víctimas del culto a un libro que se halla en constante reescritura, en el que la idea del campeón eterno siempre prevalecerá sobre la insignificancia humana. Curioso, sabiendo quiénes las elaboran y consumen.
Uf! Gracias por la paciencia. Un saludo y hasta otra.
Publicar un comentario