Los efectos mecánicos para conseguir lluvia en el cine son bastante simples: Sobre unos altos soportes metálicos se instalan unos aspersores que literalmente mojan el escenario a filmar. A pesar de que el efecto es sumamente real, al contrario de otros efectos atmosféricos, ya que se moja verdaderamente el escenario y los personajes, la lluvia en el cine tiene algo de ficticio, de falso. Como espectadores no podemos dejar de sentir la artificialidad del efecto, educados, condicionados, quizás, por la entelequia del singin’ and dancin’ in the rain.
Sin embargo en Blade Runner la lluvia es más que un efecto, es un estado de ánimo que impregna toda la cinta, es quien diluye todo y hace que las lágrimas se pierdan.
En octubre de 1982 vi doce veces la película de Ridley Scott protagonizada por Harrison Ford, en el cine Novedades de Barcelona, en la calle Caspe. Luego de cada proyección bajaba por el Paseo de Gracia hasta la Plaza Cataluña. Quizás alguno de esos días lloviese. No lo recuerdo. Iba demasiado ensimismado en las sensaciones que me había producido la materia de los sueños que cada noche iluminaba la pantalla del cine. Los primeros días al menos. Luego, cuando las sucesivas proyecciones me acercaban a un relato bien conocido que me hablaba de la memoria y la vida, algunas coincidencias del corto trayecto nocturno me hicieron fijarme en varias personas que después de cada proyección seguían el mismo camino. Al principio constatas una coincidencia banal, más adelante compruebas estar inmerso en una corriente que te arrastra junto a varias personas. Cada noche, cuando acababa la película, un grupo diverso de unas diez o quince personas, abandonábamos la sala del Novedades y caminábamos, sonámbulos, con la lluvia empapándonos el alma, hasta la estación de ferrocarril de la Plaza Cataluña.
Cuando uno quiere crear un modelo matemático que justifique ciertos comportamientos aparentemente erráticos de un grupo de personas en movimiento o, mejor, de un grupo de vehículos, por ejemplo, esos irracionales atascos de fin de semana en las carreteras, producidos, quizás, por un descuido, una avería o el aleteo de una mariposa en Pekín, se topa de bruces con las intrincadas leyes del caos. Cómo podría pues asegurar que cierta acumulación de retrasos durante doce días del mes de octubre de 1982 del último tren nocturno que partía de Barcelona rumbo a la costa supusiera el persistente retraso en la hora de partida de todos los trenes de la red, sin enfrentarme a un problema matemáticamente irresoluble. No puedo. No puedo asegurar que semejante caos acumulativo pueda influir en los retrasos de hoy en día ni en los de las décadas que nos separan del año de estreno de Blade Runner. Y ¿existe relación entre esta exponencial acumulación de retrasos y las sucesivas huelgas del sector? Es de suponer que el incumplimiento de los horarios previstos supone cierto malestar en la dirección de la empresa, y, en consecuencia, las relaciones entre empresa y trabajadores se vuelven más tensas por la exigencia de la primera y el endurecimiento de las condiciones de trabajo de estos últimos. Debe ser una cosa por el estilo.
Pero aquellas frías noches de octubre todos caminábamos taciturnos reconociéndonos en silencio atravesando los pasillos subterráneos que llevaban hasta el andén ocupando nuestro asiento pacientemente esperando al conductor que irremediablemente era el último en abandonar la sala. No sé si llovía, pero los ojos del conductor se abrían paso en la noche, pensando en todas las cosas que jamás nadie había visto y se perderían.
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