17/1/05

Lars von Trier: Realidad y ficción en los dos lados de la cámara (I)

Pero yo estoy contra los secretos; en eso consiste precisamente mi profesión: desvelar los secretos mediante la imagen. Apunto el objetivo de mi cámara, y zas, resplandece la verdad; la verdad objetiva; si me permiten un juego de palabras tan nimio.
(:::)
He aludido al resplandor de la verdad para evitar la mención de aquello que constituye la razón de nuestro oficio la “pretensión” (como me temo que lo llamaría usted) de exponer la realidad; exposición en los dos sentidos más comunes de esta palabra: exhibir y arriesgar. Y aquí tenemos un nuevo sentido: exponer la placa; la realidad la impregna al instante, y hay siempre tanta realidad que la exposición apenas puede durar más de unas fracciones de segundo: la realidad, si no, la quemaría. Pero al final la realidad queda ahí, expuesta, para todo el que la quiera ver, aunque a la mayoría le aterre contemplarla; le vuelven la espalda y prefieren prestar oídos a los que andan por ahí contando ficciones que “pretenden” ser realistas; triste sucedáneo, ¿no creen?

De “El estenotipista en la Academia Universal” de A. Escudero


Creo que estaremos casi totalmente de acuerdo en aceptar como pretencioso el objetivo de captar la realidad por parte de la imagen, y mucho más si nos referimos al cine. Nada hay más artificioso que una realización cinematográfica, incluso en aquellas que podrían ser englobadas en el género documental, que suelen demostrar macroscópicamente el principio de incertidumbre de Heissenberg: La presencia de una cámara altera sustancialmente la realidad. Aunque hay ciertos documentales y, sobre todo, el periodismo gráfico, que suelen captar, o más bien descubrir (o exponer), la realidad en toda su crudeza, por lo general, captar la realidad cinematográficamente es una pretensión fallida.

Lars von Trier es uno de los cineastas que más se ha empeñado en demostrar la imposibilidad de captar la realidad, construyendo casi la totalidad de su obra en torno al artificio de narrar cinematográficamente de forma que la falsedad de lo mostrado queda al descubierto. Con el Decálogo del movimiento Dogma, Trier, Vinterberg y Kragh-Jacobsen postularon una forma de rodar que debía mostrar la cruda realidad alejándola del hecho de filmar: Como concepto Dogma 95 no podía ser más contradictorio puesto que no se pretendía mostrar la realidad sino mostrar una narración cinematográfica despojada de adornos innecesarios, pero lo que reflejaba no era más que la actuación de unos actores siguiendo un guión preestablecido con una puesta en escena conveniente para rodar, todo eso sin mencionar la principal manipulación cinematográfica, el montaje. Toda actuación supone una recreación, una invención, de la realidad y, por tanto, imposible de ser una “cruda realidad”. Aún así Dogma 95 nos ha dejado un par de buenas películas (el juego consiste en descubrir cual de las tres primeras son dos buenas películas, Idioterne, Festen o Mifune)
Yo no entiendo Dogma 95 como una tomadura de pelo, como se esforzaron en airear muchos críticos. Pienso más bien que lo insustancial de las bases del movimiento deberían haber puesto sobreaviso a todos esos que se indignaron por la superchería publicitaria que suponía el movimiento y la necesidad de replantear seriamente los fundamentos artísticos del cine. Los idiotas (Idioterne, 1998) no es una gran película, peca de excesiva en todos sus aspectos, sobre todo en su duración ya que simplemente constituye una anécdota con ganas de provocar y publicitar Dogma 95, pero aún así la dicotomía irreconciliable entre la realidad (magnificada como una extrema realidad) y la filmación (pretendidamente lo más cercana posible a la (falsa) realidad) queda bastante clara.



Desmarcándose completamente de Dogma y prácticamente liquidando el movimiento, Trier rueda a continuación Dancer in the dark (Bailando en la oscuridad, 2000) película en la que el componente irreal es fundamental. Nada más alejado de la realidad que uno de los géneros clásicos del cine de Hollywood, el musical. No hay en Dancer in the dark pretensión de captar la realidad al estilo Dogma, sí cierta crítica social habitual en todas sus películas, pero Trier se recrea en la impostura del musical adoptando todos sus tópicos y la alucinante inverosimilitud del género dándole completamente la vuelta para componer un trágico alegato contra la pena de muerte. No hay final feliz, y esa es la única, y demoledora, concesión a la realidad.

(Próximo capítulo: Dogville (2001), Europa (1991) y El elemento del crimen (Forbrydelsens element, 1984))

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