Cementerio de Motparnasse, París.
Cuando llegas a una edad en la que sabes que la fecha de tu muerte está, por mera probabilidad, cercana, descubres que ya no vas a aprender nada nuevo en esta vida. Y aunque lo hicieses, lo que podrías hacer con esos nuevos conocimientos está limitado por el tiempo. Por otra parte, a causa de esa sensación de agotamiento que, reconozco, puede ser de cariz personal y de ninguna manera generalizable, cualquier manifestación llamémosla “cultural” aparece con la apariencia de algo gastado y repetido y consumido y viejo.
Viejo es la palabra.
Piensas que de alguna manera todo está escrito, que nada puede sorprenderte, que el resto de tu vida no será más que una repetición de clichés y argumentos trillados. Y la mayoría de las cosas que leo me confirman esa impresión.
Pero no hablemos de mi obsesión por la trivialidad de nuestra cotidianeidad.
Hablemos de las excepciones.
El cementerio de Barnes, de
Gabriel Josipovici es una de ellas.
Si algo define a esta magnífica novela es la sutileza.
El personaje principal de la historia, narrada de forma omnisciente pero de forma que parece estar narrada en primera persona, cuyo nombre no es desvelado, tras la pérdida de su primera esposa, decide, sentado entre las tumbas del cementerio de Barnes, al este de Londres, trasladarse a París donde ejercerá como traductor una larga temporada viviendo solo, sufriendo su pérdida, de eso trata la novela en términos generales, mientras intenta traducir como objetivo personal, a causa de su dificultad, los sonetos de Les regrets de Du Bellay, lee Venus y Adonis de Shakespeare y escucha el Orfeo de Monteverdi. Los fragmentos de la historia están entremezclados junto a la tercera parte de la vida del personaje viviendo en un pueblo de las montañas de Gales junto a su segunda esposa.
No es una historia lineal y en cierta manera es una narración infidente.
Porque lo que parece que nos propone Josipovici es una suerte de variaciones en la historia, un compendio de posibilidades narrativas. Es decir, coger todas esas narraciones que podríamos considerar a priori gastadas o trilladas y hacer con ellas un entramado de realidad (novelística) y ficción (dentro de la novela), haciendo que todo aquello que el personaje hace o imagina hacer tenga el mismo valor narrativo.
Así cantaba Orfeo recordando a Euridice para finalizar la primera versión de la ópera antes de morir:
Es justo que todos pronuncien
tus alabanzas,
pues tú abrigabas,
en tu bello cuerpo,
un alma todavía más bella.
Las otras mujeres
son altivas y pérfidas
para con sus adoradores,
no tienen piedad, inconstantes,
privadas del noble sentido
y de nobles pensamientos,
en justo titulo no se les alaba
sus acciones;
es por lo que jamás
ningún otro Amor
me horadará el corazón
con su flecha de oro.
De alguna manera París es un descenso al infierno del que se vuelve sin su amada y la segunda esposa del protagonista una especie de mujer tracia, “altivas y pérfidas para con sus adoradores,
no tienen piedad, inconstantes,privadas del noble sentido y de nobles pensamientos”, con la que, curiosamente, el personaje mantiene una relación cómplice y satisfactoria (a unos niveles convencionales).
Pero todo queda en una especie de limbo de posibilidades narrativas en el que como lectores no podemos concluir nada con seguridad. Excepto la pérdida.
Como si toda nuestra vida pudiese medirse por nuestras pérdidas, como si toda narrativa tratase exclusivamente sobre la pérdida y el resto fuesen circunstancias intercambiables según la novela.
Como si la Literatura no fuese más que pérdida y repetición de los mitos clásicos.
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