22/6/12

Charles Dickens (un fragmento)

PRIVADO
SEÑOR EUGENNE MORTIMER
SEÑOR MORTIMER LIGHTWOOD
(Las oficinas del señor Lightwood están enfrente)

— ¡Bueno! —dijo Eugene, a un lado del fuego—. Me siento pasablemente cómodo. Espero que el tapicero pueda decir lo mismo.
—¿Que iba a impedírselo? —preguntó Lightwood, desde el otro lado del fuego.
—Claro —añadió Eugene, reflexionando—, no está al tanto de nuestros asuntos pecuniarios, así que quizá esté de lo más tranquilo.
—Le pagaremos —dijo Mortimer.
— ¿De verdad? —replicó Eugcne indolentemente sorprendido—. ¡No me digas!
—Lo que es yo, tengo intención de pagarle —dijo Mortimer, en un tono un tanto ofendido.
— ¡Ah! Yo también tengo intención de pagarle —replicó Eugene—.
—Lo que es yo, tengo intención de pagarle —dijo Mortimer, en un tono un tanto ofendido.
— ¡Ah! Yo también tengo intención de pagarle —replicó Eugene—. Pero tengo intención de hacer tantas cosas que... no tengo intención de hacer.
— ¿No?
—Tantas que solo tengo intención de hacerlas, y solo tendré siempre esa intención, y nada más, mi querido Mortimer. Es lo mismo. Mortimer, repantingado en su butaca, le observaba mientras él también permanecía repantingado en su butaca y estiraba las piernas sobre el felpudo de la chimenea, al tiempo que decía, con ese aire divertido que Eugene Wrayburn siempre despertaba en él sin pretenderlo y sin que le preocupara:
—De todos modos, tus caprichos han aumentado la factura.
— ¡Llamas caprichos a las virtudes domésticas! —exclamó Eugene, elevando los ojos al techo.
—Es la cocina tan completa que tenemos —dijo Mortimer—, en la que nada se cocinará nunca...
—Mi queridísimo Mortimer—replicó su amigo, levantando perezoso la cabeza para mirarlo—. ¿Cuántas veces te he señalado que lo importante es la influencia moral?
— ¡Su influencia moral sobre este sujeto! —exclamó Lightwood, riendo.
—Hazme el favor —dijo Eugene, levantándose de su butaca con gran seriedad— de indicarme qué detalle de nuestro hogar menosprecias tan a la ligera. —Tras decir esas palabras, cogió una vela y condujo a su compinche hacia la cuarta habitación de las que disponían (una pequeña y estrecha), que estaba completa y pulcramente equipada como cocina—. ¡Fíjate! —dijo Eugene—: barril de harina en miniatura, rodillo, especiero, estante de tarros marrones, tabla de cortar, molinillo de café, aparador provisto de todo tipo de vajilla, sartenes y cacerolas, asador, un delicioso hervidor, un arsenal de cubreplatos. La influencia moral que estos objetos, al conformar las virtudes domésticas, podrían llegar a ejercer sobre mí es inmensa; sobre ti no, pues eres un caso perdido, pero sí sobre mí. De hecho, creo que estas virtudes domésticas ya están formando en mí una idea. Haz el favor de entrar en mi dormitorio. Un secreter, ¿ves?, un abtruso conjunto de casilleros de caoba maciza, uno para cada letra del alfabeto. ¿Qué utilidad le doy? Recibo una factura... pongamos que de Jones. Rotulo pulcramente en el secreter, Jones, y lo pongo en el casillero de la J. Es lo más parecido a pagar la factura, y para mí es igual de satisfactorio. Y no sabes cuánto deseo, Mortimer —hablaba sentado en la cama, con el aire de un filósofo impartiéndole saber a un discípulo—, que mi ejemplo pueda inducirte a ti a cultivar hábitos de puntualidad y método; y, mediante la influencia moral de todo lo que te he rodeado, alentar en ti la formación de virtudes domésticas.

Charles Dickens, Nuestro amigo común; traducción de Damián Alou

Esto, entre muchas otras cosas, ES Dickens. Que no vengan los falsos gurús a descubrirnos a Charles Dickens, ¡por favor!

1 comentario:

sinatributos dijo...

Coño, Damián Alou, cuánto tiempo.

¿Leyó usted su Una modesta aportación a la historia del crimen?

Mucha risa, oiga.