11/3/10

Mason y Dixon, de Thomas Pynchon (y III)

En 1732, cuando la costa este del actual Estados Unidos estaba formado por colonias británicas, se llegó a un acuerdo entre los Penn y los Calvert, para trazar la frontera entre los territorios que controlaban. A través de la Royal Society encargaron a un equipo inglés, formado por Charles Mason y Jeremiah Dixon, el levantamiento topográfico de las fronteras recién establecidas entre la provincia de Pensilvania, la de Maryland, la colonia de Delaware y partes de la colonia y antiguo dominio de Virginia.




Es una línea trazada entre los paralelos 39 y 40, una línea inexistente, una línea esotérica, una frontera imaginaria que separa arbitrariamente el norte del sur, a Mason de Dixon.
El astrónomo y el topógrafo trazan una línea donde antes no había nada, roturan la tierra, desbrozan el terreno, dibujan sobre el mapa una frontera que, a partir de entonces, dotará de carácter contrapuesto a los habitantes de cada uno de los lados. Crean la línea a través de la cual se articulará la historia. Construyen, en cierta manera, la historia.
Y de eso trata, más o menos, Mason y Dixon, de opuestos que se complementan: La Razón contra la Irracionalidad mística, mágica y religiosa; la precisión astronómica contra la salvaje naturaleza; la lógica contra la imaginación.



Todo eso se contradice dentro de la propia narración. Pynchon mezcla los elementos que se oponen de forma que aparezcan complementándose, sin anularse mutuamente, conviviendo en un espacio neutral, en una tierra de nadie creada por la Línea, que construyen a su alrededor los propios Mason y Dixon. Como si a los personajes los envolviese el espíritu de cambio propio de su época, como si con sus precarios y aparatosos instrumentos de medición estuvieran atrayendo la atención de ese mundo ilusorio que pretenden abolir. Como si los relojes y los complejos observatorios astronómicos atrajesen todo aquello que en principio se opone al pensamiento racional.



... perros que hablan, patos mecánicos dotados de voluntad, hombres-casi-lobo, golems, teorías sobre la tierra hueca...




Mason y Dixon es una novela más inteligente de lo que uno puede pensar en primera instancia. Es una broma (¿infinita?), sí, pero es también un ejercicio narrativo de primera magnitud, aunque también excesivo, y ese me parece que es uno de los principales problemas con Pynchon, la falta de mesura, la falta de control.
Cherrycoke es complaciente con sus oyentes. Según va cambiando su auditorio el tono de la narración varía, llegando incluso a introducir en la narración del trazado de la Línea, historias hilvanadas a tenor de las lecturas de sus oyentes. Así un folletín de la serie El lívido petimetre, donde aparece un noviciado donde forman esclavas sexuales para el Colegio Jesuita de Québec, sirve de base para introducir a personajes que acaban relacionándose con los personajes principales en los trabajos de observación. Una novicia fugada y Zhang, un oriental adiestrado en artes marciales, ambos perseguidos por el oscuro jesuita El Padre Zarpazo, Lobo de Jesús… un amor imposible, una persecución folletinesca:

A nosotros dos, señora, nos está prohibido lo que en chino llamamos ying-yang- le dice Zhang- No hemos nacido para representar papeles que otros nos han asignado a fin de divertirse.

Zhang introduce el elemento místico-oriental-hippy con el que Pynchon, en un nuevo anacronismo, intenta explicar la dicotomía Razón-Irracionalidad:

-Esta línea actúa como un conducto que llamamos sha o, como dicen en la California española, mala energía. Imaginen un viento, un viento malo de veras, que trae consigo fracaso, pobreza, deshonra y traición, mala suerte en todas sus posibles variedades, que sopla día y noche, con una fuerza muchas veces superior a la de la peor tormenta bajo la que se hayan visto jamás.
- Nadie tiene intención de vivir justo en la franja de la perspectiva- dice Mason (…)-. No es más que un límite.
-¡Un límite!- El chino empieza a mesarse los cabellos y a escarbar en la tierra con los pies enfundados en chinelas con brocados-. En todos los demás lugares de la Tierra, los límites siguen las formas de la naturaleza (líneas costeras, cimas de montañas, riberas de los ríos) a fin de honrar al dragón o shan interior, y el paisaje adopta siempre sus formas. Trazar una línea recta en la Tierra es infligir una herida de espada a la propia carne del dragón, causarle una cicatriz larga y perfecta, y quien vive aquí durante todo el año sólo puede verla como otro odioso ataque.

Una cicatriz larga y perfecta divide el mundo en dos, divide a los personajes:

Mason, astrónomo, londinense, taciturno, ante y gris, vino, anglicano, viudo, su racionalismo no le impide tener conversaciones con su difunta esposa, ni mantenerse fiel a ella,
Dixon topógrafo, pueblerino, extrovertido, alto, cuáquero, vestido con levita roja llamativa, tan juerguista "que quienes les conocen les recordarán como Dixon y Mason", cerveza, mujeriego

Mason, que había esperado encontrarse con un campesino tonto, cerril y lerdo, está amigablemente sorprendido ante el pulcro Dixon que tiene delante, quien, por su parte temía (…) vérselas con otro trepador londinense emperifollado y contempla divertido el casi anodino atuendo de Mason: prendas de poco valor, todas de color ante y gris.

Pero más adelante los personajes establecen una especie de simbiosis:

Mason y Dixon, para llevar a cabo una justa división del trabajo, han adoptado la práctica, siempre que tienen lugar dos conversaciones al mismo tiempo, de que cada uno de ellos atienda sólo una conversación, y la situación espacial de cada uno suele determinar cuál de ellas le corresponde.

Mason y Dixon se oponen y se complementan, forman una especie de unidad inseparable con una línea que los diferencia. Y tal vez en esta analogía de lo que supone la fundación de los Estados Unidos como nación, Pynchon reinventa la novela histórica, ese absurdo con el que se trata de novelar periodos históricos, género en el que, por arte de la narración asequible, obreros que construyen una catedral medieval hablan y se comportan como albañiles de Brooklyn. Pynchon sabe de ese absurdo, de la inutilidad de plasmar la realidad de un periodo histórico con una narración contemporánea. Pynchon inventa, juega, mistifica y ridiculiza. Para eso nadie más útil que Wicks Cherrycoke, el narrador infidente, y la broma como recurso.
Porque nadie podrá dudar que el párrafo de la declaración de la Independencia en el que se afirma “Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”, es, en este última concepto lo suficientemente ambiguo como para admitir cualquier derecho posible. Pero “la búsqueda de la felicidad” es para Pynchon la aportación de Dixon, una frase pronunciada en una taberna en un ambiente de juerga, al nacimiento de una nación.




Aquí una línea.

Estos tres post sobre la novela de Thomas Pynchon están escritos en memoria de Hernán. Las últimas entradas en Zona Tomada hablaban sobre El sino de Dixon y El escorbuto de Mason. Me consta, así me lo han hecho saber, que Hernán disfrutaba con la relectura de Mason y Dixon, que disfrutaba con el humor de Pynchon y las situaciones que hacía sufrir a sus personajes. He de confesar que se me saltaban las lágrimas leyendo el fragmento del pato mecánico y que hacía tiempo que no me reía con un libro.
Tanta solemnidad atontece.
Así que lean a Pynchon e intenten disfrutar.
En fin… uno no cree en estas cosas, está en la parte de la Línea dominada por la Razón, pero en esta otra parte me gustaría creer que existe un lugar mejor, donde las lecturas siempre nos satisfacen, donde no hay que esperar por la siguiente novela, donde el tiempo no cuenta y las lecturas no finalizan jamás.
Brindemos por eso.


Los textos citados de la traducción de Jordi Fibla para Tusquets.

2 comentarios:

El Corsario Negro dijo...

¡Excelente Entrada, buen trabajo!

Anónimo dijo...

"Octubre sabía, claro está, que la acción de acabar una página, de terminar un capítulo, de cerrar un libro, no ponía fin al cuento. Habiendo admitido esto, también admitió que los finales felices no costaban de encontrar. -Solo es cuestión -explico Abril- de hallar un lugar soleado, donde la luz sea dorada y la hierba suave, un lugar donde descansar, abandonar la lectura, quedar satisfecho".

De "El hombre que fue Octubre"
por G.K. Chesterton. Biblioteca de los sueños.

Neil Gaiman.