24/11/09

La hija del optimista, de Eudora Welty

Cuando empecé a trabajar con él (…) pagué treinta y cinco dólares de mi salario en una tienda de Jackson por un juego de Mah Johng. Estaba rebajado desde los cien dólares. Verdaderamente, no sé que demonios me pasó aquel día. Y va y me dice este buen hombre: “En fin, Dot, no veo nada especial en eso de regalarte cosas a ti misma. Pero está bien, adelante y espero que lo disfrutes. Pero no te arrepientas de nada. Me da muchísima pena cuando lo haces”, dice. Nunca olvidaré aquellas amables palabras y sus consejos” (*)

Es una anécdota mínima contada en un velatorio. Pero de alguna manera, esta ingenua manera de afirmar al mismo tiempo la independencia de la mujer y su permanencia en un mundo paternalista, revela el espíritu de la narrativa de Eudora Welty.
Welty nos introduce en todas su novelas en el gineceo del Sur de los Estados Unidos, un matriarcado efectivo, sin ninguna resonancia mágica, que se opone y se complementa con ese otro Sur que todos reconocemos, el de los abogados que fuman tranquilamente, el de los cazadores de osos, el de los propietarios decadentes. Todo ese mundo se sobreentiende en el que nos muestra Welty, un reflejo orlado de exquisitos pasteles y fragantes jardines en el que verdaderamente se desarrolla la realidad.
Como si el mundo fuese una ficción y la realidad se encontrara atesorada en ese impenetrable Eterno Femenino:

Todo lo que ha ocurrido
es sólo una parábola.
Lo que es inalcanzable
se convierte en suceso.
Lo que es indescriptible
se ha realizado aquí.
Lo eterno-femenino.
nos permite avanzar.

Goethe, Fausto (fausto Goethe)

Me he prometido no mencionar a Faulkner, pero no puedo evitar volver a citar lo que comentaba Sergio Pitol en El mago de Viena:

La leo y releo con la mayor atención; en sus narraciones las cosas parecen muy sencillas, insignificancias de la vida cotidiana o momentos terribles que parecen insignificancias; sus personajes son excéntricos, y al mismo tiempo muy modestos como es todo el entorno. Uno podría pensar que estarían desesperados en el minúsculo mundo que habitan, pero es posible que ni siquiera hayan reparado en la existencia de ese mundo. Son auténticamente “raros”. Provincianos, sí, pero excéntricos de pura raza. Otra notable escritora del Sur, Katherine Ann Porter, señaló en alguna ocasión que los personajes de Eudora Welty eran figuras encantadas que para bien o para mal están rodeadas de un aura de magia. Pero en sus páginas esos pequeños monstruos humanos no aparecen en absoluto como caricaturas sino que están retratados con naturalidad y dignidad.


Me fascina Eudora Welty. Su sencillez aparente, sí. Pero también la ambigüedad que destilan sus narraciones. En La hija del optimista, Laurel McKelva debe enfrentarse a la disyuntiva entre la admiración por las tradiciones sociales y el deseo de liberarse de ellas. El lugar de nacimiento, donde todo está determinado socialmente y el lugar de trabajo, donde se desarrolla la libertad individual. La polarización entre Nueva Orleáns, su región natal, y Chicago, donde Laurel trabaja, es clara y alegórica. Y es a partir de esa sencillez del caso particular donde Welty es capaz de trascender a un sentimiento general de pérdida y desasosiego, transportar al lector a la mente y a los sentimientos de su protagonista.

El anterior párrafo es una torpe muestra de la (mi) incapacidad para intentar explicar un texto literario. Todo son palabras huecas que no pueden de ninguna manera sustituir a la experiencia lectora, sobre todo aquella que resulta gratificante y absorbente.

En fin, hay que leer a Eudora Welty.

(*) De La hija del optimista, de Eudora Welty. Traducción de José C. Vales para Impedimenta.

1 comentario:

"Buscando la luz" dijo...

Portnoy, a veces el aire destila lo mismo para todos. Hace poco releí -o leí de forma sistemática- "El mago de Viena", y sin ninguna duda empujado por las palabras de Pitol, compré "La hija del optimista". Que aún espera su turno, y acabo de decidir que la leeré (volveré a comenzarla para por fin terminarla) durante el puente, en una ciudad pitoliana como pocas: Venecia.

Gracias por tus recomendaciones y un abrazo,
Igor